Viaje Olvidado, de Silvina Ocampo

Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que a cada instante las personas grandes la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su nacimiento.
Los chicos antes de nacer estaban almacenados en una gran tienda en París, las madres los encargaban, y a veces iban ellas mismas a comprarlos. Hubiera deseado ver desenvolver el paquete, y abrir la caja donde venían envueltos los bebés, pero nunca la habían llamado a tiempo en las casas de los recién nacidos. Llegaban todos achicharrados del viaje, no podían respirar bien dentro de la caja, y por eso estaban tan colorados y lloraban incesantemente, enrulando los dedos de los pies.
Pero ella había nacido una mañana en Palermo haciendo nidos para los pájaros. No recordaba haber salido de su casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras misteriosas y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para los pájaros. Los ojos de Micaela, su niñera, la seguían como dos guardianes. La construcción de los nidos no era fácil; eran de varios cuartos: tenía que haber dormitorio y cocina.
Al día siguiente, cuando volvió a Palermo, buscaba los nidos en el camino de casuarinas. No quedaba ninguno. Estaba a punto de llorar cuando la niñera le dijo: "Los pajaritos se han llevado los nidos sobre los árboles, por eso están tan contentos esta mañana". Pero su hermana, que tenía cruelmente tres años más que ella, se rió, le señaló con su guante de hilo el jardinero de Palermo que tenía un ojo tuerto y que barría la calle con una escoba de ramas grises. Junto con las hojas muertas barría el último nido. Y ella, en ese momento sintió ganas de lanzar, como si oyera el ruido de las hamacas del jardín de su casa.
Y después, el tiempo había pasado desde aquel día alejándola desesperadamente de su nacimiento. Cada recuerdo era otra chiquita distinta, pero que llevaba su mismo rostro. Cada año que cumplía estiraba la ronda de chicas que no se alcanzaban las manos alrededor de ella.
Hasta que un día jugando en el cuarto de estudio, la hija del chauffeur francés le dijo con palabras atroces, llenas de sangre: "Los chicos que nacen no vienen de París" y mirando a todos lados para ver si las puertas escuchaban dijo despacito, más fuerte que si hubiera sido fuerte: "Los chicos están dentro de las barrigas de las madres y cuando nacen salen del ombligo", y no sé qué otras palabras oscuras como pecados habían brotado de la boca de Germaine, que ni siquiera palideció al decirlas.
Entonces empezaron a nacer chicos por todas partes. Nunca habían nacido tantos chicos en la familia. Las mujeres llevaban enormes globos en las barrigas y cada vez que las personas grandes hablaban de algún bebito recién nacido, un fuego intenso se le derramaba por toda la cara, y le hacía agachar la cabeza buscando algo en el suelo, un anillo, un pañuelo que no se había caído. Y todos
los ojos se tornaban hacia ella como faroles iluminando su vergüenza.
Una mañana, recién salida del baño, mirando la flor del desagüe mientras la niñera la secaba envolviéndola en la toalla, le confió a Micaela su horrible secreto, riéndose. La niñera se enojó mucho y volvió a asegurarle que los bebes venían de París. Sintió un pequeño alivio.
Pero cuando la noche llegaba, una angustia mezclada con los ruidos de la calle subía por todo su cuerpo. No podía dormirse de noche aunque su madre la besara muchas veces antes de irse al teatro. Los besos se habían desvirtuado.


Y fue después de muchos días y de muchas horas largas y negras en el reloj enorme de la cocina, en los corredores desiertos de la casa, detrás de las puertas llenas de personas grandes secreteándose, cuando su madre la sentó sobre sus faldas en su cuarto de vestir y le dijo que los chicos no venían de París. Le habló de flores, le habló de pájaros; y todo eso se mezclaba a los secretos horribles de Germaine. Pero ella sostuvo desesperadamente que los chicos venían de París.
Un momento después, cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, el rostro de su madre había cambiado totalmente debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa. La ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol estaba lindísimo, vio el cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro.

Racha de suerte, de Roald Dhal

Un escritor de ficciones es una persona que inventa historias.
  Pero, ¿cómo empieza uno en una profesión semejante? ¿Cómo se convierte uno en un escritor profesional?
  A Charles Dickens le resultó fácil. A los veinticuatro años de edad sencillamente se sentó y escribió los Papeles póstumos del Club Pickwick, que se convirtió inmediatamente en un «best-seller». Pero Dickens era un genio y los genios son diferentes del resto de nosotros.
  En este siglo (no siempre era así en el siglo pasado) prácticamente todos los escritores que han acabado por alcanzar el éxito en el mundo de la ficción han empezado en otro oficio: maestro, quizás, o médico o periodista o abogado. (Alicia en el país de las maravillas la escribió un matemático y el Viento en los sauces es obra de un funcionario del estado.) Así, pues, los primeros intentos de escribir siempre han tenido que hacerse en los ratos libres, generalmente por la noche.
  La razón de ello es obvia. Cuando se es adulto, es necesario ganarse la vida. Para ganarse la vida, hay que tener un empleo. A ser posible hay que encontrar un empleo que te garantice determinada suma de dinero a la semana. Pero, por mucho que desees hacer carrera en el campo de la ficción, sería inútil presentarse ante un editor y decirle: «Quiero un empleo de escritor de ficción.» Si lo hicieras, el editor te diría que te largases con viento fresco y que primero escribieses el libro. Y aunque le presentases el libro terminado y a él le gustara tanto que deseara publicarlo, tampoco te daría un empleo. Te daría un adelanto de quizá quinientas libras, que más tarde recuperaría deduciéndolas de tus derechos de autor. (Los derechos de autor, por cierto, son el dinero que el escritor recibe del editor por cada ejemplar de su libro que se vende. El promedio de derechos de autor que cobra un escritor es el diez por ciento del precio de venta del libro en la librería. Así, por un libro que se vendiera a cuatro libras, el escritor recibiría cuarenta peniques. Por un libro de bolsillo cuyo precio de venta al público fuera de cincuenta peniques, recibiría cinco peniques.)
  Es muy frecuente que el hombre que espera convertirse en escritor se pase dos años escribiendo en sus ratos libres un libro que ningún editor querrá publicar. A cambio de eso el escritor no recibe nada salvo frustración.
  Si tiene la suerte de que un libro le sea aceptado por un editor, lo más probable es que, tratándose de una primera novela, al final se vendan solamente unos tres mil ejemplares. Eso puede que le proporcione mil libras. La mayoría de las novelas tardan por lo menos un año en escribirse y hoy día mil libras al año no dan para vivir. Así que, como pueden ver, el aspirante a escritor de ficción invariablemente tiene que empezar en otro empleo. Si no lo hace, es casi seguro que pasará hambre.
  He aquí algunas de las cualidades que debería poseer o tratar de adquirir si desea convertirse en escritor de ficción:
  1.   Debe tener una imaginación viva.
  2.   Debe ser capaz de escribir bien. Con eso quiero decir que debe ser capaz de hacer que una escena cobre vida en la mente del lector. No todo el mundo posee esta habilidad. Es un don que sencillamente se tiene o no se tiene.
  3.   Debe tener resistencia. Dicho de otro modo, debe ser capaz de seguir con lo que hace sin darse jamás por vencido, hora tras hora, día tras día, semana tras semana y mes tras mes.
  4.    Tiene que ser un perfeccionista. Eso quiere decir que nunca debe darse por satisfecho con lo que ha escrito hasta que lo haya reescrito una y otra vez, haciéndolo tan bien como le sea posible.
  5.   Debe poseer una gran autodisciplina. Trabaja usted a solas. Nadie le tiene empleado. Nadie le pondrá de patitas en la calle si no acude al trabajo y nadie le reñirá si hace usted el vago.
  6.   Es una gran ayuda tener mucho sentido del humor. Esto no es esencial cuando se escribe para adultos, pero es de vital importancia cuando se escribe para niños.
  7.   Debe tener cierto grado de humildad. El escritor que piense que su obra es maravillosa, lo pasará mal.
  Permítanme que les cuente de qué modo yo mismo me colé por la puerta de atrás y me encontré en el mundo de la ficción.
  A los ocho años de edad, en 1924, me mandaron a un internado situado en una ciudad que se llama Weston-super-Mare, en la costa sudoeste de Inglaterra. Aquéllos fueron días de horror, de disciplina feroz, de no hablar en los dormitorios, de no correr por los pasillos, de ninguna clase de dejadez, de nada de esto ni nada de lo otro, sólo reglas y más reglas que había que obedecer. Y el temor a la palmeta se cernía constantemente sobre nosotros, como el miedo a la muerte.
  «El director quiere verte en su estudio.» Palabras que nada bueno presagiaban. Causaban escalofríos en la piel de tu estómago. Pero te ponías en marcha, quizás a los nueve años de edad, por los largos y tétricos pasillos y cruzabas un pasaje abovedado que te conducía a la zona privada del director, donde sólo ocurrían cosas terribles y el olor a tabaco de pipa flotaba en el aire como el incienso. Te quedabas de pie ante aquella puerta negra y pavorosa, no atreviéndote siquiera a llamar. Respirabas a fondo. Te decías que si tu madre estuviera contigo, nada de aquello ocurriría. Pero ella no estaba contigo. Estabas solo. Alzabas la mano y llamabas quedamente, una vez.
  —¡Adelante! Ah, eres tú, Dahl. Bien, Dahl, me han comunicado que anoche estuviste hablando durante la hora de hacer los deberes.
  —Por favor, señor. Se me rompió la plumilla y sólo le preguntaba a Jenkins si podía prestarme otra.
  —No toleraré que se hable a la hora de hacer los deberes. Lo sabes perfectamente.
  Mientras así decía, aquel gigante ya se acercaba al enorme armario del rincón y levantaba la mano hacia la parte superior, que era el lugar donde guardaba las palmetas.
  —Los muchachos que infringen las reglas deben ser castigados.
  —Señor... yo... se me rompió la plumilla y... yo...
  —Eso no es ninguna excusa. Voy a enseñarte que no es conveniente hablar mientras se hacen los deberes.
  Cogió una palmeta que mediría unos noventa centímetros de largo y tenía una pequeña empuñadura curvada en un extremo. Era delgada y blanca y muy flexible.
  —Agáchate hasta tocarte los dedos de los pies. Allí, junto a la ventana.
  —Pero, señor...
  —No discutas conmigo, muchacho. Haz lo que se te dice.
  Me agaché. Luego me quedé esperando. Siempre te tenía esperando unos diez segundos y era entonces cuando empezaban a temblarte las rodillas.
  —¡Agáchate más, muchacho! ¡Hasta tocarte los dedos de los pies!
  Miré fijamente las punteras de mis zapatos negros y me dije que de un momento a otro aquel hombre empezaría a golpearme con tanta fuerza que todo mi trasero cambiaría de color. Los verdugones eran siempre muy largos, cruzando ambas nalgas, negriazules con bordes escarlata, brillantes, y cuando después pasabas los dedos por encima de ellos, suavemente, notabas los pliegues.
  ¡Zas!... ¡Crac!
  Entonces empezaba el dolor. Era increíble, insoportable, atroz. Era como si alguien te hubiese colocado un atizador al rojo vivo sobre el trasero y lo estuviera apretando con fuerza.
  El segundo golpe no tardaría en llegar y lo más que podías hacer era no poner las manos sobre las nalgas para protegértelas. Era la reacción instintiva. Pero si las ponías, la palmeta te rompía los dedos.
  ¡Zas!... ¡Crac!
  El segundo aterrizó al lado del primero y el atizador al rojo vivo se hundía cada vez más en la piel.
  ¡Zas!... ¡Crac!
  El tercer golpe era donde el dolor alcanzaba siempre su punto culminante. No podía ir más allá. Era imposible que resultase peor. Los demás golpes que vinieran después sencillamente prolongaban la agonía. Procurabas no gritar de dolor. A veces no podías evitarlo. Pero tanto si conseguías guardar silencio como si no, resultaba imposible detener las lágrimas. Caían a mares por tus mejillas e iban a parar a la alfombra.
  Lo importante era no echar el cuerpo hacia arriba cuando recibías el golpe. Si lo hacías, recibías un golpe extra.
  Lentamente, deliberadamente, tomándose su tiempo, el director te administraba otros tres golpes, lo cual representaba un total de seis.
  —Puedes irte —la voz procedía de una caverna situada a kilómetros y kilómetros de distancia y entonces te erguías poco a poco, sintiendo un dolor espantoso, y te asías las nalgas ardientes con las dos manos y te las apretabas tan fuerte como podías y salías de la habitación saltando sobre la punta de los pies.
  Aquella palmeta cruel regía nuestra vida. Nos pegaban por hablar en el dormitorio después de apagarse las luces, por hablar en clase, por no hacer bien los trabajos, por grabar nuestras iniciales en el pupitre, por saltar muros, por ir desaliñados, por tirar clips, por olvidarnos de cambiarnos los zapatos por la noche, por no colgar las prendas que nos poníamos para hacer deporte y, sobre todo, por causar la menor ofensa a cualquier maestro. Dicho de otro modo, nos pegaban por hacer todo lo que era natural que hicieran unos niños como nosotros.
  Así que vigilábamos lo que decíamos. Y andábamos con pies de plomo. ¡Dios mío! ¡Cómo andábamos con pies de plomo! Siempre estábamos alerta, increíblemente alerta. Adondequiera que fuéramos, caminábamos cuidadosamente, con las orejas alzadas en busca de peligro, igual que animales salvajes cruzando sigilosamente los bosques.
  Aparte de los maestros, había en la escuela otro hombre que nos daba mucho miedo. Se trataba de míster Pople. Míster Pople era un sujeto barrigudo, de cara roja, que trabajaba de portero de la escuela, se encargaba de la caldera y hacía toda clase de trabajos. Su poder nacía del hecho de que podía denunciarnos (y, desde luego, nos denunciaba) al director a la menor provocación. El momento de gloria de míster Pople llegaba cada mañana a las siete y media en punto, cuando se colocaba en el extremo del largo pasillo principal y «hacía sonar la campana». La campana era enorme y estaba hecha de latón, con un grueso mango de madera, y míster Pople la hacía oscilar hacia adelante y hacia atrás, en toda la extensión del brazo, de una manera que le era muy peculiar y que sonaba tanti-tan-tan, tanti-tan-tan, tanti-tan-tan-. Al sonar la campana, todos los chicos de la escuela, ciento ochenta, ocupábamos nuestros puestos en el pasillo. Nos alineábamos contra las paredes a ambos lados y nos poníamos firmes, esperando la inspección del director.
  Pero por lo menos pasaban diez minutos antes de que el director apareciera en escena y durante aquel espacio de tiempo míster Pople llevaba a cabo una ceremonia tan extraordinaria que todavía hoy me cuesta trabajo creer que realmente tuviera lugar. Había en la escuela seis lavabos con las puertas numeradas del uno al seis. Míster Pople, de pie en el extremo del largo pasillo, tenía en la palma de la mano seis pequeños discos de latón, cada uno con un número, también del uno al seis. Se producía un silencio absoluto mientras sus ojos recorrían las dos filas de chicos en posición de firmes. Entonces gritaba un nombre:
  —¡Arkle!
  Arkle se separaba de la fila y avanzaba rápidamente por el pasillo hacia el lugar donde se encontraba míster Pople. Al llegar junto a míster Pople, éste le daba uno de los discos. Entonces Arkle se alejaba hacia los lavabos, para llegar a los cuales tenía que recorrer todo el pasillo, caminando ante los muchachos formados en él, y luego doblar hacia la izquierda. En cuanto se perdía de vista, estaba autorizado a mirar qué número de lavabo le había tocado.
  —¡Highton! —gritaba míster Pople.
  Y ahora era Highton el que se apartaba de la fila, recibía el disco y se marchaba hacia los lavabos.
  —¡Ángel!...
  —¡Williamson!...
  —¡Gaunt!...
  —¡Price!
  De esta manera, seis chicos escogidos caprichosamente por míster Pople eran despachados a los lavabos a cumplir con su deber. Nadie les preguntaba si estaban o no preparados para mover el vientre a las siete y media de la mañana antes de desayunar. Sencillamente se les ordenaba que lo moviesen. Pero considerábamos un gran privilegio ser elegidos porque significaba que durante la inspección del director estaríamos tranquilamente sentados, fuera de peligro, en bendita intimidad.
  A su debido tiempo el director surgía de sus alojamientos particulares y sustituía a míster Pople. Recorría lentamente un lado del pasillo, inspeccionando cada muchacho con la mayor atención, dando cuerda a un reloj de pulsera mientras caminaba. La inspección matutina era una experiencia temible. Cada uno de nosotros se sentía aterrorizado ante los dos ojos castaños y penetrantes debajo de las cejas pobladas que recorrían lentamente el cuerpo de cada uno de pies a cabeza.
  —Ve a cepillarte el pelo como es debido. Y que no vuelva a suceder o lo lamentarás.
  —A ver esas manos. Las tienes manchadas de tinta. ¿Por qué no te las lavaste anoche?
  —Llevas la corbata torcida, muchacho. Sal de la fila y vuelve a anudártela. Y esta vez hazlo bien.
  —Veo barro en ese zapato. ¿Acaso no tuve que llamarte la atención por el mismo motivo la semana pasada? Ven a verme a mi estudio después del desayuno.
  Y así iba transcurriendo la horrible inspección de primera hora de la mañana. Y una vez terminada, cuando el director ya se había ido y míster Pople nos conducía al comedor por clases, muchos de nosotros ya habíamos perdido el apetito y no teníamos ganas de comernos las gachas de avena llenas de grumos que nos esperaban.
  Todavía tengo en mi poder los informes de la escuela que datan de aquellos días, hace ya más de cincuenta años, y los he repasado uno por uno tratando de descubrir algún indicio, alguna promesa, de que un día me dedicaría a escribir novelas y cuentos. Obviamente, la asignatura más susceptible de mostrar tales indicios era la de redacción. Pero todos los informes de la escuela preparatoria, exceptuando uno, no mostraban nada digno de mención. El que me llamó la atención correspondía al trimestre de Navidad de 1928. Por aquel entonces tenía yo doce años y mi profesor de inglés era míster Victor Corrado. Me acuerdo vivamente de él: un atleta alto y guapo, de pelo negro y ondulado y nariz romana (que una noche se fugaría con el ama de llaves, miss Davis, sin que jamás volviéramos a ver a ninguno de los dos). Sea como sea, el caso es que míster Corrado era también nuestro instructor de boxeo y en aquel informe concreto, bajo el epígrafe de inglés, decía: «Véase el informe correspondiente a boxeo. Los mismos comentarios sirven para ambos casos.» De modo que miramos bajo el epígrafe de boxeo y leemos: «Demasiado lento y pesado. Sus golpes no están bien sincronizados y es fácil verlos venir.»
  Pero sólo una vez a la semana en aquella escuela, cada sábado por la mañana, cada hermosa y bendita mañana de sábado, todos los horrores desaparecían y durante dos horas gloriosas yo experimentaba algo muy próximo al éxtasis.
  Por desgracia, esto no sucedió hasta que hube cumplido los diez años. Pero no importa. Permítanme que intente explicarles de qué se trataba.
  Exactamente a las diez y media de la mañana del sábado la campana infernal de míster Pople dejaba oír su tanti-tan-tan. Era la señal para que tuviera lugar lo que sigue:
  Primeramente, todos los chicos de nueve o menos años (unos setenta en total) se dirigían en el acto al espacioso patio asfaltado que quedaba detrás del edificio principal. De pie en el patio, con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre su enorme pecho, se encontraba miss Davis, el ama de llaves. Si llovía, se esperaba que los chicos llegasen enfundados en sus impermeables. Si nevaba o soplaba alguna ventisca, debían llevar abrigo y bufanda. Y las gorras de escolar, por supuesto, que eran grises con una escarapela roja delante, debían llevarse siempre. Pero ninguna causa de fuerza mayor, ni tornado ni huracán ni erupción volcánica estaba autorizada a impedir aquellos horribles paseos de dos horas que cada sábado por la mañana debían dar los niños de siete, ocho y nueve años por las ventosas explanadas de Weston-super-Mare. Paseaban en formación de cocodrilo, de dos en dos, con miss Davis caminando al lado de la columna, vestida con su falda de tweed, medias de lana y un sombrero de fieltro que con toda seguridad había sido mordisqueado por las ratas.
  La otra cosa que sucedía cuando míster Poblé hacía sonar la campana el sábado por la mañana era que el resto de los chicos, todos los de diez o más años (alrededor de cien en total) se dirigían inmediatamente a la sala de actos principal y se sentaban. Entonces un maestro joven que se llamaba S. K. Jopp asomaba la cabeza por la puerta y nos gritaba con tal ferocidad que las salpicaduras de saliva salían de su boca como balas del cañón de un fusil y chocaban contra los cristales de las ventanas del otro lado de la sala.
  —¡Muy bien! —gritaba—. ¡Nada de hablar! ¡Nada de moverse! ¡Mirada al frente y manos sobre los pupitres!
  Luego la cabeza volvía a desaparecer.
  Nos quedábamos sentados, esperando. Esperábamos el rato encantador que nos constaba que íbamos a pasar al cabo de pocos instantes. Desde el exterior nos llegaba el ruido de los coches al ponerse en marcha. Todos eran antiquísimos y había que ponerlos en marcha a golpe de manubrio. (El año, no lo olviden, era alrededor de 1927-1928.) Se trataba del ritual de los sábados por la mañana. Había cinco coches en total y en ellos se apelotonaba toda la plana mayor, compuesta por catorce maestros, incluyendo no sólo el director, sino también el rubicundo míster Pople. Momentos después se alejaban en medio de una nube de humo azul y un estruendo impresionante y no se detenían hasta llegar ante un «pub» que, si no recuerdo mal, se llamaba «El conde patilludo»... Allí permanecían hasta justo antes del almuerzo, bebiendo cuartillo tras cuartillo de cerveza fuerte. Y dos horas y media después, a la una, los veíamos regresar, entrando cautelosamente en el comedor para almorzar, apoyándose en todas partes para no caerse.
  Hasta aquí les he hablado de los maestros. Pero, ¿y nosotros, la gran masa de chicos de diez, once y doce años a los que dejaban sentados en la sala de actos de una escuela de la que súbitamente había desaparecido toda persona adulta? Sabíamos exactamente, desde luego, lo que iba a suceder a continuación. Al cabo de un minuto de la partida de los maestros, oíamos que se abría la puerta principal, luego pasos en el patio y finalmente, en medio de un barullo de ropas holgadas, brazaletes tintineantes y pelo al viento, una mujer irrumpía en la sala gritando:
  —¡Hola a todos! ¡Arriba esos ánimos! ¡Esto no es un funeral!
  U otras palabras en tal sentido. Y la que de tal guisa entraba era mistress O'Connor.
  La bendita y hermosa mistress O'Connor con su ropa estrafalaria y su pelo gris volando en todas direcciones. Tendría unos cincuenta años, cara caballuna y dientes largos y amarillos, pero a nosotros nos parecía hermosa. No pertenecía al personal de la escuela. La contrataban en alguna parte de la ciudad para que viniese los sábados por la mañana y nos vigilase durante dos horas y media mientras los maestros empinaban el codo en el «pub».
  Pero mistress O'Connor no era una cuidadora de niños. Era nada menos que una maestra magnífica y muy dotada, estudiosa y amante de la literatura inglesa. Cada uno de nosotros estuvo con ella cada sábado por la mañana durante tres años (desde los diez años hasta abandonar la escuela) y durante ese tiempo abarcamos toda la historia de la literatura inglesa desde el año 597 de nuestra era hasta principios del siglo diecinueve.
  A los novatos de la clase se les regalaba un libro delgado, de tapas azules, llamado sencillamente La tabla cronológica; contenía solamente seis páginas. Estas seis páginas las ocupaba una larguísima lista, en orden cronológico, de todos los grandes (y no tan grandes) hitos de la literatura inglesa, junto con las fechas correspondientes. Exactamente un centenar de los mismos fue elegido por mistress O'Connor, y nosotros, tras señalarlos en nuestros libros, nos los aprendíamos de memoria. He aquí unos cuantos de los que todavía me acuerdo:
  A.C. 597    San Agustín desembarca en Thanet y trae el cristianismo a Inglaterra.
  731    La Historia eclesiástica de Bede.
  1215    Firma de la Carta Magna.
  1399    La Visión de Piers Plowman de Langland.
  1476    Claxton instala la primera imprenta en Westminster
  1478    Los Cuentos de Canterbury de Chaucer.
  1485    La Muerte de Arturo de Mallory.
  1590    La Reina de las badas de Spenser.
  1623    El primer folio de Shakespeare.
  1667    El Paraíso perdido de Milton.
  1668    Los Ensayos de Dryden.
  1678    El Viaje del peregrino de Bunyan.
  1711    El Espectador de Addison.
  1719    Robinsón Crusoe de Defoe.
  1726    Los Viajes de Gulliver de Swift.
  1733    El Ensayo sobre el hombre de Pope.
  1755    El Diccionario de Johnson.
  1791    La Vida de Johnson de Boswell.
  1833    Sartor Resartus de Carlyle.
  1859    El Origen de las especies de Darwin.
  Entonces mistress O'Connor elegía por turnos cada una de las obras escogidas y se pasaba dos horas y media de la mañana del sábado hablándonos de ella. De esta manera, al cabo de tres años, con aproximadamente treinta y seis sábados en cada año académico, había cubierto las cien obras escogidas.
  ¡Y qué divertido y maravilloso resultaba! Tenía ese don que sólo los grandes maestros poseen: el de hacer que todo aquello de lo que nos hablaba cobrase vida ante nosotros. En dos horas y media aprendimos a amar a Langland y su Piers Plowman. El sábado siguiente le tocó a Chaucer y también aprendimos a amarle. Incluso sujetos algo difíciles como Milton y Dryden y Pope nos parecieron interesantes cuando mistress O'Connor nos habló de sus vidas y nos leyó en voz alta fragmentos de sus obras. Y el resultado de todo ello, al menos para mí, fue que a los trece años de edad era perfectamente consciente del inmenso acervo literario acumulado en Inglaterra a lo largo de los siglos. También me convertí en lector ávido e insaciable de la buena literatura.
  ¡Mi querida y encantadora miss O'Connor! Quizá valiera la pena asistir a aquella espantosa escuela simplemente para experimentar el gozo de aquellos sábados por la mañana.
  A los trece años dejé la escuela preparatoria y me enviaron, también como interno, a una de las famosas escuelas que en Inglaterra llaman «públicas». Desde luego, de públicas no tienen nada. Son extremadamente privadas y caras. La mía se llamaba Repton y estaba en Derbyshire. A la sazón nuestro director era el reverendo Geoffrey Fisher, que más adelante sería obispo de Chester, luego obispo de Londres y finalmente arzobispo de Canterbury. Durante el desempeño de este último cargo coronó a la reina Isabel II en la abadía de Westminster.
  La ropa que teníamos que llevar en aquella escuela nos hacía parecer empleados de una funeraria. La chaqueta era negra, muy abierta por delante y con faldones largos por detrás, que llegaban hasta más abajo de la parte posterior de las rodillas. Los pantalones eran negros con unas rayas grises muy finas. Los zapatos eran negros. Había también un chaleco negro con once botones que había que abrochar cada mañana. La corbata era negra. Luego había un cuello de pajarita, blanco y almidonado, y una camisa blanca.
  Como remate de todo ello, como último toque de ridiculez, había un sombrero de paja que debíamos llevar siempre de puertas afuera, salvo en las horas destinadas a deportes. Y, como los sombreros se reblandecían a causa de la lluvia, llevábamos paraguas para el mal tiempo.
  Pueden imaginarse cómo me sentiría vestido de esa guisa cuando, a la edad de trece años, mi madre me acompañó a la estación de Londres donde debía tomar el tren al comenzar el primer curso. Me despidió con un beso y el tren se puso en marcha.
  Como es natural, albergaba la esperanza de que mi sufrido trasero recibiría un merecido descanso en la nueva escuela, que era más adulta que la anterior. Pero no iba a ser así. En Repton las palizas eran más feroces y frecuentes todavía. Y no se imaginen ni por un momento que el futuro arzobispo de Canterbury pusiera reparos a tan viles ejercicios. Se subía las mangas y se aplicaba a la tarea con sumo gusto. Las suyas eran las malas, las ocasiones verdaderamente aterradoras. Algunas de las tundas administradas por aquel hombre de Dios, aquel futuro jefe de la Iglesia de Inglaterra, fueron muy brutales. Sé a ciencia cierta que en una ocasión tuvo que sacar una jofaina llena de agua, una esponja y una toalla para que la víctima pudiera lavarse la sangre después de la sesión.
  No fue cosa de risa.
  Reminiscencias de la Inquisición española.
  Pero lo más desagradable de todo, a mi juicio, era que a los prefectos se les permitiese azotar a sus condiscípulos. Esto ocurría cada día. Los chicos mayores (de diecisiete a dieciocho años) azotaban a los pequeños (de trece, catorce y quince años) en una ceremonia sádica que tenía lugar durante la noche cuando ya habías subido al dormitorio y te habías puesto el pijama.
  —Se te reclama en el vestuario.
  Con manos temblorosas te ponías la bata y las zapatillas.
  Luego bajabas las escaleras dando traspiés y entrabas en la habitación grande de suelo entarimado donde la ropa de deporte se encontraba colgada en las paredes. Una única y desnuda bombilla iluminaba el lugar. Un prefecto, pomposo pero muy peligroso, te aguardaba en el centro de la habitación. Tenía en las manos una palmeta larga que, por lo general, se entretenía en flexionar cuando tú entrabas.
  —Supongo que sabrás por qué estás aquí —solía decir.
  —Pues yo...
  —¡Por segundo día consecutivo has quemado mis tostadas!
  Permítanme que les explique esa absurda observación. Tú eras el criadillo de aquel prefecto. Eso quería decir que tenías que servirle y una de tus múltiples obligaciones consistía en prepararle las tostadas para el té cada día. Para preparárselas utilizabas un tenedor especial de tres púas con las que pinchabas el pan para sostenerlo sobre el fuego, primero por un lado y después por el otro. Pero el único fuego que se te permitía utilizar para tal fin era el de la chimenea de la biblioteca y a medida que se aproximaba la hora del té nunca había menos de una docena de desdichados criadillos tratando de colocarse ante la minúscula rejilla. A mí no se me daba nada bien. Generalmente colocaba el pan demasiado cerca de las llamas y se me quemaba. Mas, como no se nos permitía pedir una segunda rebanada y empezar de nuevo, lo único que podíamos hacer era rascar con un cuchillo las partes quemadas. Raramente te salía bien. Los prefectos eran expertos en detectar las tostadas rascadas. Veías a tu propio torturador sentado en la mesa, cogiendo su tostada, dándole la vuelta, examinándola atentamente como si se tratara de una pintura pequeña y valiosísima. Luego fruncía el ceño y sabías que te había tocado.
  Así que ahora era de noche y estabas en el vestuario, vestido con la bata y el pijama, y aquél cuya tostada habías quemado te estaba hablando de tu crimen.
  —No me gustan las tostadas quemadas. .
  —La acerqué demasiado al fuego. Lo siento.
  —¿Qué prefieres? ¿Cuatro con la bata puesta o tres sin la bata?
  —Cuatro con la bata puesta —dije.
  Era tradicional hacer esta pregunta. A la víctima siempre se le daba la oportunidad de elegir. Pero mi propia bata estaba hecha de pelo de camello, un pelo marrón y grueso, y jamás me cupo la menor duda de que era mejor no quitármela. Ser azotado cuando sólo llevabas puesto el pijama era una experiencia muy dolorosa y casi siempre se te agrietaba la piel. Pero mi bata impedía que esto ocurriese. El prefecto lo sabía, desde luego, y, por consiguiente, cuando optabas por no quitarte la bata a cambio de recibir un azote extra, te pegaba con todas sus fuerzas. A veces daba una carrerita, tres o cuatro pasos de puntillas, para coger ímpetu y acometida, pero, de un modo u otro, era una salvajada.
  En los viejos tiempos, cuando un hombre estaba a punto de ser ahorcado, el silencio caía sobre toda la prisión y los demás prisioneros permanecían sentados en sus celdas, sin hacer el menor ruido, hasta después de la ejecución. Algo muy parecido ocurría en la escuela cuando alguien recibía una azotaina. Arriba, en los dormitorios, los chicos se sentaban en sus camas, guardando silencio como muestra de solidaridad con la víctima, y a través del silencio desde el vestuario llegaba a sus oídos el golpe de cada azote al ser administrado.
  Los informes de final de trimestre que conservo de aquella escuela revisten cierto interés. He aquí unos cuantos de ellos, copiados palabra por palabra de los documentos originales:
  Trimestre de verano, 1930 (edad: 14 años). Redacción. «Nunca he conocido un muchacho que de forma tan persistente escriba exactamente lo contrario de lo que quiere decir. Parece incapaz de ordenar sus pensamientos sobre el papel.»
  Trimestre de Pascua, 1931 (edad: 15 años). Redacción. «Chapucero persistente. Vocabulario negligible, oraciones mal construidas. Me recuerda a un camello.»
  Trimestre de verano, 1932 (edad: 16 años). Redacción. «Este muchacho es un discípulo indolente y analfabeto.» Trimestre de otoño, 1932 (edad: 17 años). Redacción. «Perezoso en todo momento. Ideas limitadas.» (Y debajo de éste, el futuro arzobispo de Canterbury había escrito con tinta roja: «Debe corregir los defectos que se indican en esta hoja».)
  No es de extrañar que en aquel tiempo jamás se me metiera en la cabeza la idea de ser escritor.
  Cuando dejé la escuela a la edad de dieciocho años, en 1934, rechacé la oferta de mi madre (mi padre murió cuando yo tenía tres años) de mandarme a la universidad. A menos que uno quisiera ser médico, abogado, científico, ingeniero o dedicarse a alguna otra profesión liberal, no tenía sentido malgastar tres o cuatro años en Oxford o Cambridge. Todavía pienso igual. En vez de ello, sentía el deseo apasionado de irme al extranjero, de viajar, de ver tierras lejanas. En aquellos tiempos apenas había aviones comerciales, por lo que un viaje a África o al Extremo Oriente duraba varias semanas.
  Así, pues, acepté un empleo en lo que se denominaba el Departamento Oriental de la Shell Oil Company, donde me prometieron que, tras dos o tres años de preparación en Inglaterra, me enviarían a un país lejano.
  —¿A cuál? —pregunté.
  —¿Quién sabe? —me contestó el hombre—. Depende de dónde haya una vacante cuando llegue usted al primer lugar de la lista. Podría ser Egipto o China o la India o casi cualquier otra parte del mundo.
  Me pareció divertido. Lo fue. Cuando me tocó el turno de ser destinado al extranjero, tres años más tarde, me dijeron que iría al África Oriental. Encargué trajes tropicales y mi madre me ayudó a preparar el baúl. Mi período de servicio sería de tres años en África y luego disfrutaría de un permiso de seis meses en Inglaterra. Tenía entonces veintiún años y estaba a punto de partir hacia lugares lejanos. Estaba entusiasmado. Me embarqué en Londres y el buque zarpó.
  Aquella travesía duró dos semanas y media. Cruzamos el golfo de Vizcaya e hicimos escala en Gibraltar. Luego pusimos proa hacia el extremo inferior del Mediterráneo pasando por Malta, Nápoles y Port Said. Cruzamos el canal de Suez, bajamos por el mar Rojo, haciendo escala en Port Sudan y luego en Adén. Resultó tremendamente excitante. Por primera vez vi grandes desiertos de arena y soldados árabes montados en camellos, y palmeras con dátiles, y peces voladores y miles y miles de otras cosas maravillosas. Finalmente llegamos a Mombasa, en Kenia.
  En Mombasa un hombre de la Shell Company subió a bordo y me dijo que debía transbordar a un pequeño barco costero que me llevaría a Dar es Salaam, la capital de Tanganyka (la actual Tanzania). Así que a Dar es Salaam me fui, haciendo escala en Zanzíbar por el camino.
  Durante los dos años siguientes trabajé para la Shell en Tanzania; mi oficina central estaba en Dar es Salaam. Era una vida fantástica. El calor era intenso, pero, ¿a quién le importaba? Nuestra indumentaria consistía en pantalones cortos de color caqui, camisa con el cuello desabrochado y un salacot en la cabeza. Aprendí a hablar swahili. Viajaba hacia el interior del país, visitando minas de diamantes, plantaciones de sisal, minas de oro y todo lo demás.
  Había jirafas, elefantes, cebras, leones y antílopes por todas partes, y también serpientes, incluyendo la mamba negra, que es la única serpiente del mundo que te persigue si te ve. Y si te atrapa y te pica, ya puedes empezar a rezar tus plegarias. Aprendí a volver las botas boca abajo y sacudirlas antes de ponérmelas por si había algún escorpión dentro y, al igual que todo quisque, pillé la malaria y me pasé tres días con más de cuarenta grados de temperatura.
  En septiembre de 1939 se hizo evidente que iba a haber guerra con la Alemania de Hitler. Tanganyka, que hacía sólo veinte años se llamaba África Oriental Alemana, seguía llena de alemanes. Estaban por todas partes. Eran propietarios de tiendas, minas y plantaciones por todo el país. En cuanto estallase la guerra, habría que reunirlos a todos para ponerlos a buen recaudo. Pero en Tanganyka apenas teníamos ejército, sólo unos cuantos soldados indígenas, llamados áscaris, y un puñado de oficiales. Así que a todos los civiles nos hicieron reservistas especiales. Me dieron un brazalete y me pusieron al mando de veinte áscaris. Mi pequeña tropa y yo recibimos la orden de bloquear la carretera que salía de Tanganyka por el sur y penetraba en el África Oriental Portuguesa, que era territorio neutral. Se trataba de una misión importante, ya que la mayoría de los alemanes intentarían fugarse por allí cuando se declarara la guerra.
  Me llevé a mi feliz pandilla armada de fusiles y una ametralladora e instalamos un control en un punto por el que la carretera atravesaba una espesa jungla, a unos dieciséis kilómetros de la ciudad. Disponíamos de un teléfono de campaña para comunicarnos con el cuartel general y gracias a él nos avisarían en cuanto se declarase la guerra. Nos quedamos esperando. Esperamos durante tres días. Y durante la noche de la jungla que nos rodeaba por todas partes surgía el sonido de los tambores de los indígenas con sus ritmos extraños e hipnóticos. Una vez, ya de noche, me interné en la jungla y me encontré con unos cincuenta nativos acuclillados en círculo alrededor de una hoguera. Un solo hombre tocaba el tambor. Algunos bailaban en torno a la hoguera. El resto bebía algo utilizando cáscaras de coco a modo de vasos. Me acogieron de buen grado en su círculo. Eran gente encantadora. Yo les hablaba en su propia lengua. Me dieron una cáscara llena de un líquido espeso, gris y embriagador, hecho con maíz fermentado. Si mal no recuerdo, lo llamaban pomba. Me lo bebí. Era horrible.
  Al día siguiente el teléfono sonó después de comer y una voz dijo:
  —Estamos en guerra con Alemania.
  A los pocos minutos, muy lejos de donde estábamos, vimos aparecer una columna de coches que levantaba una gran polvareda y venía hacia nosotros, tratando de llegar al territorio neutral del África Oriental Portuguesa; corrían tanto como podían.
  «Ajá —pensé—. Vamos a librar una batallita.»
  Así que llamé a mis veinte áscaris y les dije que se aprestasen. Pero no hubo ninguna batalla. Los alemanes, que, al fin y al cabo, no eran más que civiles y gente de ciudad, vieron nuestra ametralladora y nuestros fusiles y se entregaron rápidamente. Al cabo de una hora teníamos un par de centenares de ellos en nuestro poder. Me dieron bastante lástima. A muchos los conocía personalmente, cual era el caso de Willy Hink, el relojero, y Hermán Schneider, propietario de la fábrica de soda. Su único delito era ser alemanes. Pero estábamos en guerra y, al refrescar la tarde, los llevamos de nuevo a Dar es Salaam, donde fueron internados en un campo inmenso rodeado de alambre espinoso.
  Al día siguiente subí a mi viejo coche y me fui al norte, camino de Nairobi, en Kenia, para alistarme en la RAF. Fue un viaje duro y tardé cuatro días en llegar. Caminos accidentados en medio de la jungla, ríos caudalosos que obligaban a colocar el coche en una balsa que un hombre apostado en la orilla movía por medio de una soga, serpientes largas y verdes que cruzaban la carretera por delante del coche. (NOTA: No traten jamás de arrollar una serpiente, ya que puede ser arrojada por los aires y caer dentro de su coche descapotable. Ha ocurrido muchas veces.) De noche dormía dentro del automóvil. Pasé por el pie del bello monte Kilimanjaro, que llevaba un sombrero de nieve sobre la cabeza. Crucé el país de los masai, donde los hombres bebían sangre de vaca y cada uno de ellos parecía tener más de dos metros de estatura. Estuve a punto de chocar con una jirafa en la llanura de Serengeti. Pero finalmente llegué sano y salvo a Nairobi y me presenté en el cuartel general de la RAF en el aeropuerto.
  Durante seis meses nos entrenaron a bordo de unos pequeños aeroplanos llamados «Tiger Moths», y aquellos días también fueron gloriosos. Sobrevolamos toda Kenia en nuestros diminutos «Tiger Moths». Vimos grandes manadas de elefantes. Vimos los flamencos rosados del lago Nakuru. Vimos todo lo que había que ver en aquel magnífico país. Y a menudo, antes de poder despegar, teníamos que ahuyentar las cebras del campo de aviación. Éramos veinte los que nos estábamos entrenando para ser pilotos allí en Nairobi. Diecisiete de aquellos veinte murieron durante la guerra.
  De Nairobi nos enviaron a Irak, a una desolada base de las fuerzas aéreas cerca de Bagdad, donde debíamos ultimar nuestro entrenamiento. El lugar se llamaba Habbaniya y por las tardes hacía tanto calor (cincuenta y cinco grados a la sombra), que no se nos permitía salir de nuestros barracones. Nos quedábamos echados en las literas, sudando. Los más infortunados pillaron una insolación y tuvieron que pasar varios días en el hospital, envueltos en hielo. Esto los mataba o los salvaba, según. Había un cincuenta por ciento de probabilidades. En Habbaniya nos enseñaron a pilotar aviones más potentes y dotados de ametralladoras, con los que practicábamos contra blancos arrastrados por otros aviones y contra blancos situados en tierra.
  Finalmente nuestro entrenamiento terminó y nos enviaron a Egipto, a luchar contra los italianos en el desierto occidental de Libia. Me uní al escuadrón 80, compuesto por aparatos de caza, y al principio disponíamos solamente de unos biplanos antiquísimos de una sola plaza llamados «Gloster Gladiators». Las dos ametralladoras del «Gladiator» iban montadas una a cada lado del motor y, créanlo o no, disparaban las balas a través de la hélice. Las ametralladoras estaban sincronizadas de algún modo con el árbol de la hélice de modo que en teoría las balas no daban en las paletas de la hélice cuando ésta giraba. Pero, como pueden suponer, aquel complicado mecanismo se averiaba con frecuencia y el pobre piloto, en vez de derribar al enemigo, se arrancaba su propia hélice.
  Yo mismo fui derribado a bordo de un «Gladiator» que se estrelló muy hacia el interior del desierto libio, entre las líneas enemigas. El aparato se incendió, pero conseguí salir de él y finalmente fui rescatado y devuelto a lugar seguro por nuestros propios soldados, que se arrastraron por la arena al amparo de la oscuridad.
  A causa del incidente me pasé seis meses en un hospital de Alejandría con el cráneo fracturado y múltiples quemaduras. Cuando salí del hospital, en abril de 1941, mi escuadrilla había sido trasladada a Grecia para combatir contra los alemanes, que estaban invadiendo el país por el norte. Me dieron un «Hurricane» y me dijeron que volase de Egipto a Grecia para reunirme con mi escuadrilla. Ahora bien, un caza «Hurricane» no se parecía nada a un viejo «Gladiator». Tenía ocho ametralladoras «Browning», cuatro en cada ala, y la ocho disparaban simultáneamente cuando apretabas el pequeño botón que había en tu palanca de mando. Era un avión magnífico, pero su autonomía de vuelo alcanzaba sólo dos horas. El viaje a Grecia, sin escalas, duraría cerca de cinco horas, siempre volando sobre el mar. Instalaron depósitos extra de combustible en las alas. Dijeron que lo conseguiría. Al final resultó que sí. Pero sólo por poco. Cuando mides uno noventa y cinco de estatura, cual es mi caso, no es ninguna broma pasarse cinco horas agazapado en una minúscula cabina.
  En Grecia la RAF tenía en total unos dieciocho «Hurricanes». Los alemanes disponían por lo menos de un millar de aeroplanos. Lo pasamos mal. Nos expulsaron de nuestro aeródromo de las afueras de Atenas (Elevis) y durante un tiempo despegábamos de una pista de aterrizaje pequeña y secreta situada más hacia el oeste (Menidi). Los alemanes no tardaron en localizarla y hacerla saltar en pedazos, de modo que, con los pocos aparatos que nos quedaban, huimos a un diminuto campo (Argos) que se encontraba en pleno sur de Grecia; allí escondíamos nuestros «Hurricanes» bajo los olivos cuando no estábamos volando.
  Pero aquello no podía durar mucho. Pronto nos quedaron solamente cinco «Hurricanes» y no muchos pilotos con vida. Los cinco aeroplanos volaron hasta la isla de Creta. Los alemanes capturaron Creta. Algunos escapamos. Yo fui uno de los afortunados. Al final me encontré de nuevo en Egipto. La escuadrilla fue reconstituida y reequipada con «Hurricanes». Nos mandaron a Haifa, que a la sazón estaba en Palestina actualmente en Israel), donde volvimos a combatir contra los alemanes y los franceses de Vichy en el Líbano y Siria.
  En aquel punto las heridas que sufriera en la cabeza pudieron conmigo. Fuertes dolores de cabeza me impidieron seguir volando. Fui declarado inútil para el servicio activo y enviado de vuelta a Inglaterra en un transporte de tropas que hizo la travesía Suez-Durban-Ciudad del Cabo-Lagos-Liverpool, perseguido por submarinos alemanes en el Atlántico y bombardeado a diario por aparatos «Focke-Wulf» de largo alcance durante la última semana del viaje.
  Me había pasado cuatro años lejos de casa. Mi madre, que había perdido su hogar en Kent durante la batalla de Inglaterra y ahora vivía en una casita con techo de paja en Buckinghamshire, se alegró de verme. También se alegraron mis cuatro hermanas y mi hermano. Me habían concedido un mes de permiso. De pronto un día me comunicaron que me habían destinado a Washington, la capital de los Estados Unidos, en calidad de agregado aéreo adjunto. Corría el mes de enero de 1942 y un mes antes los japoneses habían bombardeado la flota americana en Pearl Harbour. Así que ahora los Estados Unidos también estaban en guerra.
  Tenía veintiséis años cuando llegué a Washington y todavía no se me había metido en la cabeza la idea de ser escritor.
  Durante la mañana del tercer día después de mi llegada, me encontraba sentado en mi nuevo despacho de la embajada británica, preguntándome qué demonios se suponía que tenía que hacer, cuando llamaron a mi puerta.
  —Adelante.
  Un hombre muy bajito que usaba gafas de gruesos cristales y montura de acero entró tímidamente en la habitación.
  —Perdone que le moleste —dijo.
  —No me molesta en absoluto —contesté—. No estoy haciendo nada.
  Se quedó de pie ante mí, con aspecto de sentirse muy incómodo y desplazado. Pensé que tal vez iba a pedirme un empleo.
  —Me llamo Forester —dijo—. C. S. Forester.
  Por poco me caigo de la silla.
  —¿Bromea? —dije.
  —No —contestó, sonriendo—. Ese soy yo.
  Y lo era. Era el gran escritor en persona, el creador del capitán Hornblower y el mejor narrador de cuentos sobre el mar desde Joseph Conrad. Le dije que tomara asiento.
  —Mire —dijo—, soy demasiado viejo para la guerra. Ahora vivo en este país. Lo único que puedo hacer para ayudar es escribir cosas acerca de Inglaterra para los periódicos y revistas americanos. Necesitamos toda la ayuda que América pueda prestarnos. Una revista llamada Saturday Evening Post publicará todas las historias que escriba yo. Tengo un contrato con ella. Y he venido a verle pensando que quizás tenga usted una buena historia que contarme. Me refiero a una historia sobre su experiencia como aviador.
  —No más de la que podrían contarle miles de otros pilotos —dije—. Hay montones de pilotos que han derribado muchos más aviones que yo.
  —No se trata de eso —dijo Forester—. Ahora está usted en América y, dado que, como dicen aquí, ha «estado en combate», es usted una rara avis en esta orilla del Atlántico. No olvide que ellos acaban de entrar en guerra.
  —¿Qué quiere que haga? —pregunté.
  —Venga a almorzar conmigo —dijo—. Y mientras comemos puede contármelo todo. Cuénteme su aventura más emocionante y yo la escribiré para el Saturday Evening Post. Todo ayuda.
  Me sentía emocionado. Era la primera vez que hablaba con un escritor famoso. Le examiné atentamente mientras permaneció sentado en mi despacho. Lo que más asombrado me dejó fue que su aspecto resultara tan corriente. No había nada insólito en su persona. Su rostro, su conversación, sus ojos tras las gafas, incluso su atuendo eran de lo más normales. Y, pese a ello, me hallaba ante un escritor de historias que era famoso en todo el mundo. Sus libros los habían leído millones de personas. Yo esperaba que de su cabeza surgieran chispas o, al menos, que llevase una capa verde y larga y un sombrero deformado de anchas alas.
  Pero no. Y fue entonces cuando por primera vez empecé a darme cuenta de que en un escritor que cultive la ficción hay dos vertientes claramente diferenciadas entre sí. En primer lugar, está la cara que muestra al público, la de una persona corriente como cualquier otra, una persona que hace cosas corrientes y habla un lenguaje corriente. En segundo lugar, está la vertiente secreta que aflora a la superficie sólo cuando ha cerrado la puerta de su estudio y se encuentra completamente solo. Es entonces cuando entra en un mundo totalmente distinto, un mundo en el que su imaginación se impone a todo lo demás y él se encuentra viviendo realmente en los lugares sobre los que escribe en aquel momento. Yo mismo, si quieren saberlo, caigo en una especie de trance y todo cuanto me rodea desaparece. Sólo veo la punta de mi lápiz moviéndose sobre el papel y muy a menudo pasan dos horas como si fueran un par de segundos.
  —Venga conmigo —dijo C. S. Forester—. Vamos a almorzar. Por lo que veo, no tiene usted nada más que hacer.
  Al salir de la embajada al lado de aquel gran hombre, me sentía agitadísimo. Había leído todas las novelas protagonizadas por Hornblower y casi todas las demás cosas que habría escrito Forester. Tenía, y sigo teniendo, una gran afición por los libros que tratan del mar. Había leído todos los de Conrad y todos los de aquel otro espléndido escritor del mar que fuera el capitán Marryat (El guardiamarina Easy, De grumete a almirante, etcétera), y he aquí que ahora estaba a punto de almorzar con alguien que, a mi juicio, era estupendo también.
  Me llevó a un restaurante francés, pequeño y caro, que había cerca del Mayflower Hotel de Washington. Encargó un almuerzo suntuoso, luego sacó un cuaderno de notas y un lápiz (los bolígrafos aún no habían sido inventados en 1942) y los colocó sobre el mantel.
  —Vamos a ver —dijo—, hábleme de la cosa más excitante, aterradora o peligrosa que le ocurrió cuando pilotaba aviones de caza.
  Traté de empezar. Empecé a contarle lo de aquella vez que me habían derribado en el desierto occidental y el aparato se había incendiado.
  La camarera nos trajo dos platos de salmón ahumado. Mientras tratábamos de comérnoslo, yo intentaba hablar y Forester intentaba tomar notas.
  El plato principal consistía en pato asado con verduras y patatas y una salsa espesa y sabrosa. Era un plato que exigía toda la atención del comensal además de sus dos manos. Empecé a perder el hilo de mi propia narración. Cada dos por tres, Forester dejaba el lápiz para coger el tenedor y viceversa. Las cosas no iban bien. Y aparte de eso, nunca he tenido facilidad para contar historias en voz alta.
  —Mire —dije—. Si quiere, trataré de escribir lo que me ocurrió y se lo mandaré. Luego usted podrá reescribirlo como es debido. ¿No le parece que así sería más fácil? Podría hacerlo esta misma noche.
  Aquél, aunque no me di cuenta entonces, fue el momento que cambió mi vida.
  —¡Espléndida idea! —dijo Forester—. Entonces ya puedo guardarme esta estúpida libreta y podemos disfrutar del almuerzo. ¿De veras no le importaría hacer eso por mí?
  —No me importaría ni pizca —dije—. Pero no debe esperar que lo que escriba esté bien. Me limitaré a poner los hechos por escrito.
  —No se preocupe —dijo—. Mientras escriba los hechos, yo podré escribir la historia. Pero por favor —añadió—, ponga muchos detalles. Eso es lo que cuenta en nuestra profesión, los detalles insignificantes, como, por ejemplo, que se le había roto el cordón del zapato izquierdo, o que una mosca se posó en el borde de su copa durante el almuerzo o que el hombre con quien estaba hablando tenía un diente partido. Trate de recordar todo lo que le sea posible.
  —Haré lo que pueda —dije.
  Me dio una dirección adonde podía mandar la historia y luego nos olvidamos del asunto y terminamos el almuerzo sin darnos prisa. Pero míster Forester no era un gran conversador. Ciertamente no sabía conversar tan bien como escribía y, aunque era amable y educado, de su cabeza no surgió ninguna chispa y lo mismo podría haber estado hablando con un inteligente abogado o corredor de bolsa.
  Aquella noche, en la casita que ocupaba yo solo en un barrio periférico de Washington, me senté y escribí mi historia. Empecé alrededor de las siete y terminé a medianoche. Recuerdo que me tomé una copa de coñac portugués para darme ánimos. Por primera vez en mi vida quedé totalmente absorto en lo que estaba haciendo. Me remonté en el tiempo y una vez más me encontré en el abrasador desierto de Libia, con arena blanca bajo mis pies, subiendo a la cabina del viejo «Gladiator», sujetándome el cinturón de seguridad, poniendo el motor en marcha y disponiéndome a despegar. Resultaba pasmoso ver cómo todo volvía a mí con absoluta claridad. Trasladarlo al papel no fue difícil. La historia parecía contarse por sí sola y la mano que sostenía el lápiz se movía velozmente de un lado a otro del papel. Simplemente para divertirme, cuando terminé le puse título a la historia. La llamé «Pan comido».
  Al día siguiente alguien de la embajada me la pasó a máquina y se la envié a míster Forester. Luego me olvidé por completo de ella.
  Exactamente dos semanas después recibí la contestación del gran hombre. Decía:
  Querido RD: Se suponía que me daría notas y no una historia acabada. Estoy desconcertado. Su narración es maravillosa. Es la obra de un escritor dotado. No he tocado ni una sola palabra. La envié inmediatamente, a nombre de usted, a mi agente, Harold Matson, pidiéndole que la ofreciera al Saturday Evening Post con mi recomendación personal. Le alegrará saber que el Post la aceptó inmediatamente y ha pagado mil dólares. La comisión de míster Matson es del diez por ciento. Le adjunto su cheque por el importe de novecientos dólares. Es todo suyo. Como verá por la carta de míster Matson, que también le adjunto, el Post pregunta si querrá usted escribir más historias para ellos. Yo espero que así sea. ¿Sabía que era usted escritor? Con mis mejores deseos y enhorabuenas, C. S. Forester.
  «Pan comido» es la narración que cierra este libro.
  «¡Caramba! —pensé—. ¡Válgame el cielo! ¡Novecientos dólares! ¡Y van a publicarla! Pero sin duda la cosa no puede ser tan fácil, ¿no?»
  Por extraño que parezca, lo era.
  La siguiente historia que escribí era pura ficción. La inventé yo mismo. No me pregunten por qué. Y míster Matson también la vendió. Allí en Washington, durante los dos años siguientes, trabajando en casa al volver del trabajo, escribí once relatos. Todos fueron vendidos a revistas americanas y más tarde aparecieron en un librito titulado Over to you.
  A principios de aquel período también probé a escribir una historia para niños. Se titulaba «The gremlins» (duendecillos), y creo que fue la primera vez que se utilizaba dicha palabra. En mi historia los gremlins eran unos hombrecillos que vivían en los cazas y bombarderos de la RAF y eran ellos, no el enemigo, los responsables de todos los balazos, motores incendiados y derribos que sucedían durante los combates. Los gremlins tenían unas esposas llamadas fifinellas e hijos llamados widgets y, aunque la historia en sí dejaba ver claramente que era la obra de un escritor sin experiencia, fue adquirida por Walt Disney, que decidió transformarla en una película de dibujos animados de larga duración. Pero primero fue publicada en Cosmopolitan Magazine con las ilustraciones en color de Disney (diciembre de 1942) y a partir de aquel momento la noticia de los gremlins se extendió rápidamente por toda la RAF y las fuerzas aéreas de los Estados Unidos, de modo que los hombrecillos en cuestión se convirtieron en una especie de leyenda.
  Debido a los gremlins me concedieron tres meses de permiso de mis obligaciones en la embajada de Washington y me fui corriendo a Hollywood. Allí me alojé a expensas de Disney en un lujoso hotel de Beverly Hills y se me proporcionó un automóvil grande y reluciente para ir de un lado a otro. Cada día trabajaba con el gran Disney en sus estudios de Burbank, bosquejando la trama de la película. Me lo pasé bomba. Por aquel entonces aún tenía veintiséis años solamente. Asistía a las conferencias que se celebraban en el inmenso despacho de Disney para tratar el argumento de la película. Cada palabra que se pronunciaba durante las mismas, cada sugerencia que se hacía, era anotada por una estenógrafa y pasada a máquina después. Me dedicaba a deambular por las salas donde trabajaban los animadores dotados y turbulentos, los hombres que ya habían creado Blancanieves, Dumbo, Bambi y otras películas maravillosas, y en aquel tiempo, mientras aquellos artistas locos hicieran su trabajo, a Disney no le importaba a qué hora se presentaban en el estudio ni cómo se portaban.
  Al terminar mi permiso, regresé a Washington y los dejé trabajando en lo suyo.
  Mi historia sobre los gremlins fue publicada como libro para niños en Nueva York y Londres, llena de ilustraciones en color de Disney y, por supuesto, bajo el título The Gremlins. Actualmente los ejemplares que existen de aquella edición son muy escasos y difíciles de encontrar. Yo mismo tengo solamente uno. La película, además, nunca llegó a terminarse. Tengo la impresión de que en realidad a Disney no acababa de gustarle aquella fantasía en concreto. Allí en Hollywood se encontraba muy lejos de la gran guerra aérea que se estaba librando en Europa. Además, era una historia sobre la Royal Air Force y no acerca de sus propios compatriotas y creo que eso aumentaba su perplejidad. De modo que acabó perdiendo interés por ella y dejó correr todo el asunto.
  Mi librito sobre los gremlins fue la causa de que me sucediera otra cosa extraordinaria durante mi estancia en Washington en tiempo de guerra. Eleanor Roosevelt se lo leyó a sus nietos en la Casa Blanca y, por lo visto, se sintió muy impresionada. Recibí una invitación para cenar con ella y el presidente. Fui temblando de pies a cabeza a causa de los nervios. Pasamos una velada espléndida y volvieron a invitarme. Luego mistress Roosevelt empezó a invitarme a pasar los fines de semana en Hyde Park, la casa de campo del presidente. Allí, créanlo o no, pasé muchos ratos a solas con Franklin Roosevelt durante sus horas de asueto. Me sentaba mientras él preparaba los martinis antes del almuerzo del domingo y me decía cosas como:
  —Acabo de recibir un telegrama interesante de míster Churchill.
  Entonces me contaba lo que decía el mensaje, quizás algo sobre nuevos planes para bombardear Alemania o hundir submarinos y yo hacía todo lo posible para parecer tranquilo y despreocupado, aunque en realidad temblaba al pensar que el hombre más poderoso del mundo me estaba confiando aquellos tremendos secretos. A veces me paseaba por la finca en su coche, creo que era un Ford antiguo, adaptado especialmente para sus piernas paralizadas. No tenía pedales. Todos los controles los accionaba con la mano. Los hombres del servicio secreto que le daban escolta lo alzaban en brazos de la silla de ruedas y lo sentaban en el asiento del conductor, luego él les hacía una señal con la mano para que nos dejasen y nos poníamos en marcha, circulando a velocidades espeluznantes por los angostos caminos.
  Un domingo, durante el almuerzo en Hyde Park, Franklin Roosevelt contó una historia que impresionó a los invitados allí reunidos. Éramos unas catorce personas sentadas a ambos lados de la larga mesa del comedor, incluyendo la princesa Marta de Noruega y varios miembros del gabinete. Estábamos comiendo un pescado blanco bastante insípido cubierto con una salsa espesa y gris. De pronto el presidente me señaló con un dedo y dijo:
  —Tenemos un inglés aquí. Permítanme que les cuente lo que le pasó a otro inglés, un representante del rey, que se encontraba en Washington allá por 1827 —nos dijo el nombre del inglés, pero se me ha olvidado. Luego prosiguió—: Durante su estancia aquí, ese hombre murió y los británicos, por alguna razón, insistieron en que su cadáver fuese enviado a Inglaterra para enterrarlo allí. Ahora bien, la única forma de hacer eso en aquellos tiempos era conservándolo en alcohol. Así, metieron el cadáver en un barril de ron. El barril fue amarrado al mástil de una goleta y ésta zarpó rumbo a Inglaterra. Llevaban unas cuatro semanas en el mar cuando el capitán de la goleta notó que del barril salía un hedor terrible. Al final el hedor se hizo tan espantoso que tuvieron que cortar las amarras del barril y arrojarlo por la borda. Pero, ¿saben ustedes por qué olía tan mal? —preguntó el presidente, dirigiendo a sus invitados aquella famosa sonrisa que iba de oreja a oreja—. Les diré exactamente por qué. Algunos de los marinos habían hecho un agujero en el fondo del barril y le habían puesto un tapón. Luego cada noche se habían estado sirviendo un poco de ron. Y una vez se lo hubieron bebido todo, entonces empezó el problema.
  Franklin Roosevelt soltó una gran carcajada. Varias de las mujeres que estaban sentadas a la mesa se pusieron muy pálidas y vi que discretamente apartaban sus platos de pescado blanco hervido.
  Todas las historias que escribí en aquellos primeros tiempos eran ficticias excepto la primera, es decir, la que escribí para C. S. Forester. Las historias reales, o sea, las que tratan de cosas que han ocurrido realmente, no me interesan. Lo que menos me gusta es escribir sobre mis propias experiencias. Y eso explica por qué esta historia es tan pobre en detalles. Hubiese podido describir fácilmente qué tal resultaba enzarzarse en combate con los cazas alemanes a cuatro mil quinientos metros sobre el Partenón de Atenas, o la emoción de dar caza a un «Junkers 88» entre los picos de las montañas del norte de Grecia, pero no quiero hacerlo. Para mí el placer de escribir nace de inventar historias. Aparte de la historia para Forester, creo que en toda mi vida sólo he escrito otra historia verídica. Y si la escribí fue sólo porque el asunto resultaba tan cautivador que no pude resistirme. La historia se titula «El tesoro de Mildenhall» y se incluye en el presente libro.
  De modo que ya lo saben. Así me hice escritor. De no haber tenido la suerte de conocer a míster Forester, probablemente nunca habría ocurrido.
  Ahora, transcurridos más de treinta años, sigo afanándome en ello. Para mí lo más difícil e importante de escribir historias inventadas consiste en encontrar el argumento. Los argumentos buenos y originales son difíciles de encontrar. Nunca sabes cuándo una idea preciosa aparecerá súbitamente en tu cerebro, pero, ¡caramba!, cuando se presenta, la coges con las dos manos y no la sueltas por nada del mundo. El truco consiste en escribirla inmediatamente, de lo contrario se te olvidará. Un buen argumento es como un sueño. Si no escribes tu sueño al despertar, lo más probable es que lo olvides y nunca vuelvas a recordarlo.
  Así que cuando una idea para una historia penetra en mi mente, voy corriendo a buscar un lápiz normal, o un lápiz de color, o una barrita de carmín, cualquier cosa que escriba, y anoto unas cuantas palabras que más tarde me recuerden la idea. Con frecuencia basta una sola palabra. Una vez iba solo en coche por una carretera rural y se me ocurrió la idea de una historia sobre alguien que se quedaba atascado en un ascensor entre dos pisos de una casa vacía. En el coche no tenía nada con que escribir. Así que paré el motor y me apeé. La parte posterior del coche estaba cubierta de polvo. Con un dedo escribí en el polvo una sola palabra: ASCENSOR. Con eso hubo suficiente. En cuanto llegué a casa me fui directamente a mi estudio y escribí la idea en una vieja libreta escolar de tapas rojas que lleva sólo el título de «Relatos».
  Tengo esa libreta desde que hice los primeros intentos de escribir en serio. La libreta tiene noventa y ocho páginas. Las he contado. Y casi todas ellas aparecen llenas por ambas caras, llenas de esas ideas para una historia. Muchas de ellas no sirven. Pero prácticamente todas las historias y cuentos infantiles que he escrito empezaron en forma de nota de tres o cuatro líneas en ese volumen pequeño y gastado de tapas rojas. Por ejemplo:
 
  [¿Qué tal una fábrica de chocolate que hace cosas fantásticas y maravillosas... dirigida por un loco?]
  Esto se convirtió en Charlie y la fábrica de chocolate.
 
  [Una historia sobre el señor Zorro, que tiene una completa red de túneles bajo tierra que conducen a todas las tiendas del pueblo. De noche sale de entre las tablas del suelo y se sirve de lo que le apetece.]
  El fantástico señor Zorro.
 
  [Jamaica y el chico que vio una tortuga gigantesca capturada por pescadores nativos. El chico ruega a su padre que compre la tortuga y la suelte. Se pone histérico. El padre la compra. Luego, ¿qué? Quizás el chico se va con la tortuga o se reúne con ella después.]
  El chico que hablaba con los animales.
 
  [Un hombre adquiere la habilidad de ver a través de los naipes. Gana millones en los casinos.]
  Esto se convirtió en Henry Sugar.
  A veces estas notas garrapateadas aprisa y corriendo se quedan sin utilizar en la libreta durante cinco e incluso diez años. Pero las que son prometedoras siempre acaban por ser utilizadas. Y si no demuestran nada más, creo que sí indican qué delgados son los hilos con que en última instancia se tejen los cuentos infantiles o las narraciones cortas. La historia crece y se ensancha a medida que la escribes. Las mejores partes de la misma se te ocurren ante el escritorio. Pero ni siquiera puedes empezar a escribir esa historia a menos que tengas los principios de un argumento. Sin mi libretita, me vería totalmente desamparado.

El cisne, por Roal Dahl

A Ernie le habían regalado un rifle del calibre veintidós con motivo de su cumpleaños. Su padre, que ya estaba repanchigado en el sofá mirando la tele a las nueve y media de la mañana de aquel sábado, dijo:
  —Veamos qué eres capaz de cazar, hijo mío. Sé útil y tráenos un conejo para la cena.
  —Hay conejos en ese campo grande del otro lado del lago —dijo Ernie—. Los he visto.
  —Entonces ve a cazar uno —dijo el padre, limpiándose los restos del desayuno que tenía entre los dientes con una cerilla partida—. Sal a cazar un conejo para nosotros.
  —Os traeré dos —dijo Ernie.
  —Y cuando vuelvas —dijo el padre—, me traes una botella de cerveza negra.
  —Dame el dinero, pues —dijo Ernie.
  Sin apartar los ojos de la pantalla del televisor, el padre buscó un billete de una libra en sus bolsillos.
  —Y no trates de quedarte con el cambio como hiciste la última vez —dijo—. Si lo intentas, te tiraré de las orejas, sea o no sea tu cumpleaños.
  —No te preocupes —dijo Ernie.
  —Y si quieres practicar tu puntería con ese rifle —dijo el padre—, los pájaros son lo mejor. A ver cuántos gorriones consigues cazar, ¿de acuerdo?
  —De acuerdo —dijo Ernie—. Los setos que hay junto al camino están llenos de gorriones. Cazar gorriones es fácil.
  —Si crees que cazar gorriones resulta fácil —dijo el padre—, a ver si cazas una hembra de reyezuelo. Las hembras de reyezuelo son la mitad de grandes que los gorriones y nunca permanecen un segundo en el mismo sitio. Caza una hembra de reyezuelo antes de ponerte a fanfarronear sobre lo listo que eres.
  —Vamos, Albert —dijo su esposa, apartando los ojos del fregadero—. No está nada bien cazar pajaritos cuando están en época de anidar. Los conejos son otra cosa, pero cazar pajaritos en época de anidar es algo muy distinto.
  —Cierra el pico —dijo el padre—. Nadie te ha pedido tu opinión. Y escúchame, muchacho —añadió, dirigiéndose a Ernie—. No vayas enseñando esto por la calle, porque no tienes permiso de armas. Escóndelo en la pernera del pantalón hasta que estés en el campo, ¿entendido?
  —No te preocupes —dijo Ernie.
  Cogió el rifle y la caja de balas y salió a ver qué podía matar. Ernie era un gamberro corpulento que cumplía quince años aquel día. Al igual que su padre, que era camionero, tenía unos ojillos que más bien parecían rajas y estaban muy juntos cerca de la parte superior de la nariz. Tenía la boca floja y los labios mojados a menudo. Criado en una casa donde la violencia física era pan de cada día, el mismo Ernie era una persona extremadamente violenta. Casi todos los sábados por la tarde él y una pandilla de amigos cogían el tren o el autobús para presenciar algún partido de fútbol y consideraban que habían desperdiciado el día si antes de regresar a casa no se habían metido en alguna pelea encarnizada. A Ernie le gustaba horrores atrapar algún niño pequeño al salir de la escuela y retorcerle el brazo contra la espalda. Luego le ordenaba decir cosas insultantes y asquerosas sobre sus propios padres.
  —¡Ay! ¡No, Ernie! ¡No, por favor!
  —¡Dilo o te arranco el brazo!
  Siempre lo decían. Entonces él les retorcía el brazo una vez más y la víctima se marchaba llorando desconsoladamente.
  El mejor amigo de Ernie se llamaba Raymond. Vivía cuatro puertas más allá y, para la edad que tenía, también él era un chico corpulento. Pero, mientras que Ernie era grueso y grosero, Raymond era alto, esbelto y musculoso.
  Al llegar frente a la casa de Raymond, Ernie se metió dos dedos en la boca y emitió un silbido largo y estridente. Raymond salió casi en seguida.
  —Mira qué me han regalado para mi cumpleaños —dijo Ernie, mostrándole el rifle.
  —¡Atiza! —exclamó Raymond—. ¡Con eso lo pasaremos bomba!
  Los dos muchachos se pusieron en camino. Era la mañana de un sábado del mes de mayo y el campo presentaba un aspecto bellísimo alrededor del pueblecito donde vivían Ernie y Raymond. Los castaños habían florecido y los espinos de los setos estaban blancos. Para llegar al campo grande de los conejos, Ernie y Raymond tuvieron que bajar primero por un sendero angosto, bordeado de setos, durante cosa de medio kilómetro. Después tuvieron que cruzar la vía férrea y dar la vuelta al lago grande, cobijo de patos silvestres y pollas de agua y fojas y mirlos. Más allá del lago, al otro lado de la colina, estaba el campo de los conejos. El campo era propiedad de mister Douglas Highton y el mismo lago era refugio de aves acuáticas.
  Durante el camino se turnaron con el rifle, disparando contra los pajaritos posados en los setos. Ernie cobró un pinzón real y una curruca. Raymond cazó un segundo pinzón real, una curruca zarcera y un escribano cerillo. Cada pájaro que mataban era atado por las patas a un cordel. Raymond jamás iba a ninguna parte sin llevar un grueso ovillo de cordel en el bolsillo de la chaqueta y un cuchillo. Ahora había ya cinco pajaritos colgando del cordel.
  —¿Sabes qué? —dijo Raymond—. Podemos comérnoslos.
  —¡No digas estupideces! —dijo Ernie—. Ninguno de ellos tiene carne suficiente siquiera para alimentar a una cochinilla.
  —Sí tienen —dijo Raymond—. Los franchutes se los comen y lo mismo hacen los italianos. Mister Sanders nos lo dijo en clase. Dijo que los franchutes y los italianos tienden redes para cazarlos por millones y luego se los comen.
  —De acuerdo, pues —dijo Ernie—. Veamos cuántos conseguimos cazar. Luego nos los llevaremos a casa y los meteremos en el estofado de conejo.
  Siguieron avanzando por el sendero y disparando contra todos los pajaritos que veían. Cuando llegaron a la línea férrea, del cordel colgaban catorce pajaritos.
  —¡Eh! —susurró Ernie, señalando con uno de sus largos brazos—. ¡Mira allí!
  Había un grupo de árboles y arbustos al lado de las vías y junto a uno de los arbustos se encontraba un niño pequeño. Tenía unos prismáticos con los que enfocaba las ramas de un árbol añejo.
  —¿Sabes quién es? —susurró Raymond—. Es ese pequeño imbécil de Watson.
  —¡Tienes razón! —susurró Ernie—. Es Watson, ¡la escoria de la tierra!
  Peter Watson era siempre el enemigo. Ernie y Raymond detestaban a Peter porque éste era casi todo lo que ellos no eran. Peter tenía un cuerpo pequeño y frágil. Su cara estaba llena de pecas y llevaba gafas de cristales gruesos. Era un alumno brillante que, pese a tener sólo trece años, ya iba a la clase de los mayores. Amaba la música y tocaba muy bien el piano. Los deportes no se le daban bien. Era callado y cortés. Su ropa, aunque remendada y zurcida, siempre estaba limpia. Y su padre no conducía un camión ni trabajaba en una fábrica. Era empleado de banca.
  —Vamos a darle un susto a ese tunante —susurró Ernie.
  Los dos muchachotes se acercaron sigilosamente a Peter, que no pudo verlos porque aún tenía los prismáticos en los ojos.
  —¡Manos arriba! —gritó Ernie, apuntando con el rifle.
  Peter Watson pegó un bote. Bajó los prismáticos y se quedó mirando a los dos intrusos a través de los gruesos cristales de sus gafas.
  —¡Vamos! —gritó Ernie—. ¡Las manos arriba!
  —Yo en tu lugar no apuntaría con ese rifle —dijo Peter Watson.
  —¡Aquí las órdenes las damos nosotros! —exclamó Ernie.
  —Así que arriba esas manos —dijo Raymond—, ¡a menos que prefieras que te metamos una bala en las tripas!
  Peter Watson permaneció completamente inmóvil, sujetando los prismáticos con ambas manos. Miró a Raymond. Luego miró a Ernie. No tenía miedo, pero sabía que era mejor no hacer el tonto con aquel par. A lo largo de los años había sufrido mucho a causa de sus atenciones.
  —¿Qué queréis? —preguntó.
  —¡Que subas las manos! —le chilló Ernie—. ¿Es que no entiendes el inglés?
  Peter Watson no se movió.
  —Contaré hasta cinco —dijo Ernie—. Y si para entonces no las has subido, te pego un tiro en la barriga. Uno... dos... tres...
  Lentamente Peter Watson levantó las manos por encima de la cabeza. Era la única cosa sensata que podía hacer. Raymond dio un paso al frente y le arrebató los prismáticos de las manos.
  —¿Qué es esto? —dijo secamente—. ¿A quién estás espiando?
  —A nadie.
  —No mientas, Watson. ¡Estas cosas se utilizan para espiar! ¡Apuesto a que nos estabas espiando a nosotros! Es cierto, ¿no? ¡Confiésalo!
  —Os aseguro que no os estaba espiando.
  —Dale un coscorrón en la oreja —ordenó Ernie—. Enséñale a no mentirnos.
  —Ahora mismo lo haré —dijo Raymond—. Déjame que me prepare.
  Peter Watson estudió la posibilidad de intentar la fuga. Lo único que podía hacer era girar en redondo y echar a correr, pero eso no hubiese servido de nada. Le habrían atrapado en cuestión de segundos. Y si gritaba pidiendo socorro, nadie le oiría. Así, pues, todo lo que podía hacer era conservar la calma y tratar de salir del apuro a fuerza de razonamientos.
  —¡No bajes las manos! —ladró Ernie, moviendo el cañón del fusil de un lado a otro, como había visto hacer a los gángsters de la tele—. ¡Vamos, chico, las manos bien altas!
  Peter hizo lo que le ordenaban.
  —Vamos a ver: ¿a quién estabas espiando? —preguntó Raymond—. ¡Desembucha!
  —Estaba contemplando un pito real —dijo Peter.
  —¿Un qué?
  —Un pito real macho. Estaba picando el tronco de ese árbol muerto, buscando gusanos.
  —¿Dónde está? —preguntó Ernie, alzando el fusil—. ¡Me lo voy a cargar!
  —No, no te lo cargarás —dijo Peter, mirando la ristra de pajaritos que colgaba del hombro de Raymond—. Salió volando en cuanto os oyó gritar. Los pitos reales son unos pájaros muy asustadizos.
  —¿Por qué lo estabas contemplando? —preguntó Raymond con suspicacia—. ¿Para qué sirve? ¿Es que no tienes nada mejor que hacer?
  —Es divertido observar los pájaros —dijo Peter—. Es mucho más divertido que matarlos a tiros.
  —Conque sí, ¿eh, descarado? —exclamó Ernie—. ¿De modo que no te gusta que matemos pájaros? ¿Es eso lo que quieres decir?
  —Me parece absolutamente sin sentido.
  —No te gusta nada de lo que hacemos, ¿no es así? —dijo Raymond.
  Peter no contestó.
  —Pues voy a decirte algo —prosiguió Raymond—. Tampoco a nosotros nos gusta nada de lo que haces.
  A Peter empezaban a dolerle los brazos. Decidió correr un riesgo. Poco a poco los fue bajando hasta los costados.
  —¡Arriba! —chilló Ernie—. ¡Rápido!
  —¿Y si me niego?
  —¡Maldita sea! Tienes mucho descaro, ¿no es así? —dijo Ernie—. Te lo digo por última vez: ¡arriba las manos o aprieto el gatillo!
  —Eso sería una acción criminal —dijo Peter—. Sería un caso para la policía.
  —¡Y tú serías un caso para el hospital! —dijo Ernie.
  —Adelante: dispara —dijo Peter—. Si lo haces, te enviarán al reformatorio. Eso es igual que la cárcel.
  Peter vio que Ernie titubeaba.
  —Lo estás pidiendo de veras, ¿no es así? —dijo Raymond.
  —Lo único que pido es que me dejéis en paz —repuso Peter—. No os he hecho ningún daño.
  —Eres un farsante engreído —dijo Ernie—. Eso es exactamente lo que eres: un farsante engreído.
  Raymond se inclinó y le susurro algo al oído a Ernie, que le escuchó con gran atención. Luego se dio una palmada en el muslo y dijo:
  —¡Me gusta! ¡Es una gran idea!
  Ernie dejó el rifle en el suelo y avanzó hacia el pequeño. Lo agarró y lo derribó al suelo. Raymond se sacó el ovillo de cordel del bolsillo y cortó un trozo. Los dos juntos obligaron al pequeño a juntar los brazos por delante y le ataron fuertemente las muñecas.
  —Ahora las piernas —dijo Raymond.
  Peter empezó a forcejear y recibió un puñetazo en el estómago. Eso le dejó sin aliento y se quedó inmóvil. Seguidamente le ataron los tobillos con más cordel. Peter quedó atado como una gallina y completamente indefenso.
  Ernie recogió el rifle y luego cogió uno de los brazos de Peter con la otra mano. Raymond le asió el otro brazo y juntos empezaron a arrastrar al pequeño por la hierba hacia la línea férrea.
  Peter se mantuvo absolutamente callado. Tramasen lo que tramasen, hablar con ellos no iba a solucionar las cosas.
  Arrastraron a su víctima por el terraplén hasta llegar a la vía propiamente dicha. Entonces uno lo cogió por los brazos y el otro por los pies, le alzaron y lo depositaron en sentido longitudinal entre dos raíles.
  —¡Estáis locos! —exclamó Peter—. ¡No podéis hacer esto!
  —¿Quién dice que no podemos? Esto no es más que una leccioncita que te estamos dando para que no seas descarado.
  —¡Más cordel! —gritó Ernie.
  Raymond sacó el ovillo y los dos muchachotes procedieron a atar a la víctima de tal modo que no pudiera alejarse culebreando de los raíles. Lo hicieron atando el cordel alrededor de cada uno de sus brazos y pasándolo después por debajo de los dos raíles. Luego hicieron lo mismo con la cintura y los tobillos. Una vez hubieron terminado, Peter Watson quedó atado e impotente, virtualmente inmóvil entre los raíles. Las únicas partes de su cuerpo que podía mover un poco eran la cabeza y los pies.
  Ernie y Raymond retrocedieron unos pasos para inspeccionar su obra.
  —Hemos hecho un buen trabajo —dijo Ernie.
  —Por esta línea pasan trenes cada media hora —dijo Raymond—. No tendremos que esperar mucho rato.
  —¡Esto es un asesinato! —exclamó el pequeño que yacía entre los raíles.
  —No lo es —le dijo Raymond—. No es nada de eso.
  —¡Soltadme! ¡Por favor, soltadme! ¡Moriré si pasa algún tren!
  —Si mueres, pequeño —dijo Ernie—, será por culpa tuya y voy a decirte por qué. Porque si levantas la cabeza, justo como haces ahora, ¡estás listo, pequeño! No te muevas de como estás y puede que salgas con vida. Por otro lado, puede que no sea así, porque no estoy muy seguro de si queda mucho espacio libre debajo de los trenes. ¿Por casualidad sabes tú, Raymond, cuánto espacio libre hay debajo de los trenes?
  —Muy poco —dijo Raymond—. Cada vez los construyen dejando menos espacio debajo.
  —Puede que haya suficiente y puede que no —dijo Ernie.
  —Pongámoslo de esta manera —dijo Raymond—: Probablemente habría suficiente para una persona normal como yo o tú, Ernie. Pero mister Watson aquí presente... de él ya no estoy tan seguro. Y te diré por qué.
  —Dime —dijo Ernie, incitándole a seguir hablando.
  —Mister Watson aquí presente tiene la cabeza muy gorda. He aquí el porqué. Tiene tal cabezota que personalmente creo que la parte inferior del tren se la rascará pase lo que pase. Cuidado: no quiero decir que vaya a arrancarle la cabeza. De hecho, estoy seguro de que no lo hará. Pero le va a hacer un buen afeitado. De eso puedes estar completamente seguro.
  —Me parece que tienes razón —dijo Ernie.
  —No es aconsejable —dijo Raymond— tener un cabezón tan voluminoso y repleto de sesos si uno está tumbado en la vía férrea y se le acerca un tren. Es así, ¿no, Ernie?
  —Así es —dijo Ernie.
  Los dos muchachotes volvieron a subir por el terraplén y se sentaron sobre la hierba detrás de unos arbustos. Ernie sacó un paquete de cigarrillos y ambos encendieron uno.
  Peter Watson, tendido entre los raíles sin poder hacer nada, comprendió que no iban a soltarle. Eran un par de chicos locos y peligrosos. Vivían para el momento y jamás se paraban a pensar en las consecuencias. Peter se dijo que tenía que procurar mantenerse sereno y pensar. Permaneció tumbado, totalmente inmóvil, sopesando sus probabilidades. Estas eran buenas. El punto más alto de su cara era la nariz. Calculó que la punta de la nariz sobresaldría unos diez centímetros por encima de los raíles. ¿Sería demasiado? No estaba muy seguro del espacio libre que quedaba entre el suelo y las dieseis modernas. Desde luego no era mucho. La parte posterior de su cabeza reposaba sobre la grava suelta que había entre dos traviesas. Debía tratar de hacer un pequeño hoyo en la grava. Así, pues, empezó a mover la cabeza de un lado a otro, apartando la grava y formando gradualmente un pequeño hueco en el que meter la cabeza. Al final calculó que había bajado la cabeza cinco centímetros más. Eso bastaría para la cabeza. Pero, ¿y los pies? También ellos sobresalían. Solucionó el problema echando los dos pies atados hacia un lado hasta colocarlos de forma casi paralela al suelo.
  Se quedó esperando la llegada del tren. ¿Le vería el maquinista? Era muy poco probable, ya que aquélla era la línea principal Londres-Doncaster-York-Newcastle-Escocia y en ella se utilizaban locomotoras grandes y largas en las que el maquinista ocupaba una cabina situada muy hacia atrás y sólo estaba atento a las señales. En aquella parte del trayecto los trenes solían circular a unos ciento veinte kilómetros por hora. Peter lo sabía. Se había sentado en el terraplén muchas veces para verlos pasar. Cuando era más pequeño solía apuntar el número de los trenes en una libretita y a veces en el costado de la locomotora había un nombre escrito con letras doradas.
  Se dijo que, de un modo u otro, iba a ser una experiencia aterradora. El ruido sería ensordecedor y el silbido de un tren circulando a ciento veinte kilómetros por hora tampoco iba a resultar muy divertido. Durante unos momentos se preguntó si el tren, al pasar velozmente sobre él, crearía algún tipo de vacío que tiraría de él hacia arriba. Podía ser que sí. De manera que, pasara lo que pasara, tenía que concentrar toda su atención en mantener todo el cuerpo bien apretado contra el suelo. Debía evitar que el cuerpo perdiera su rigidez. Debía permanecer tenso, apretándose contra el suelo.
  —¿Qué tal te va, cara de rata? —le preguntó uno de ellos desde detrás de los arbustos—. ¿Qué tal resulta esperar la ejecución?
  Decidió no contestar. Contempló el cielo azul encima de su cabeza y vio que un solo cúmulo se desplazaba de izquierda a derecha. Y para no pensar en lo que iba a ocurrir al cabo de pocos momentos, se puso a jugar a algo que su padre le había enseñado hacía mucho tiempo, en un caluroso día de verano en que los dos se encontraban tumbados boca arriba sobre la hierba que crecía en lo alto de los acantilados de Beachy Head. El juego consistía en buscar caras extrañas entre los pliegues, sombras y ondulaciones de los cúmulos. Su padre le había dicho que si uno forzaba la vista, siempre encontraba algún tipo de cara allí arriba. Peter dejó que sus ojos recorriesen lentamente la nube. En un lugar encontró el rostro de un tuerto que llevaba barba. En otro vio una bruja que tenía el mentón alargado y se reía. Un avión cruzó la nube de este a oeste. Era un monoplano pequeño de alas altas y fuselaje encarnado. Le pareció que se trataba de un viejo «Piper Cub». Lo estuvo observando hasta que desapareció.
  Y entonces, de repente, oyó un curioso ruidito vibrante que procedía de los raíles situados a ambos lados de su cuerpo. Era un sonido muy quedo, apenas audible, un ligerísimo susurro monótono que parecía acercarse por los raíles desde muy lejos.
  El sonido vibrante de los raíles fue haciéndose más y más fuerte. Alzó la cabeza y miró la línea férrea larga y absolutamente recta que se extendía a lo largo de kilómetro y medio o más hacia la lejanía. Fue entonces cuando vio el tren. Al principio era sólo una manchita, un puntito negro y lejano, pero durante los pocos segundos que mantuvo alzada la cabeza, el puntito fue creciendo y empezó a cobrar forma y pronto dejó de ser un puntito para convertirse en el hocico grande, cuadrado y chato de una locomotora diesel. Peter bajó la cabeza y la apretó con fuerza dentro del pequeño hueco que había cavado en la grava. Echó los pies hacia un lado. Cerró fuertemente los ojos y procuró hundir el cuerpo en el suelo.
  El tren pasó por encima de él como una explosión. Fue como si un fusil se hubiera disparado dentro de su cabeza. Y junto con la explosión llegó un viento arrasador y estridente y le pareció que un huracán se le metía por los orificios de la nariz y le llegaba hasta los pulmones. El ruido resultó demoledor. El viento le ahogó. Tuvo la sensación de que algún monstruo asesino se lo estaba comiendo vivo y tragándoselo hacia el interior de su panza.
  Y entonces todo terminó. El tren ya había pasado. Peter abrió los ojos y vio el cielo azul y la nube grande y blanca flotando sobre su cabeza. Todo había pasado y lo había conseguido. Había sobrevivido.
  —¡No le ha tocado! —dijo una voz.
  —¡Qué lástima! —dijo otra voz.
  Peter miró hacia un lado y vio a los dos gamberros corpulentos de pie junto a él.
  —Córtale las ligaduras —dijo Ernie.
  Raymond cortó los cordeles que le tenían atado a los raíles por ambos lados.
  —Desátale los pies para que pueda andar, pero déjale las manos atadas —dijo Ernie.
  Raymond le cortó los cordeles que le sujetaban los tobillos.
  —Levántate —dijo Ernie.
  Peter se puso en pie.
  —Sigues siendo nuestro prisionero, amigo —dijo Ernie.
  —¿Qué me dices de los conejos? —preguntó Raymond—. Creí que íbamos a cazar unos cuantos conejos.
  —Hay tiempo de sobra para eso —contestó Ernie—. Acaba de ocurrírseme que, de paso, podríamos arrojar a ese imbécil al lago.
  —Estupendo —dijo Raymond—. Eso le refrescará.
  —Ya os habéis divertido —dijo Peter Watson—. ¿Por qué no me dejáis ir ahora?
  —Porque estás prisionero —dijo Ernie—. Y no eres un prisionero corriente. Eres un espía. Y ya sabes qué les pasa a los espías cuando los atrapan, ¿no? Los colocan contra el paredón y los fusilan.
  Peter no dijo nada más después de aquello. No servía de nada provocar a aquel par. Cuanto menos les dijera y cuanta menos resistencia ofreciera, mayores serían sus probabilidades de salir ileso. No tenía la menor duda de que eran capaces de infligirle graves lesiones corporales. Sabía con certeza que en una ocasión Ernie le había roto el brazo al pequeño Wally Simpson al salir éste de la escuela y que los padres de Wally habían acudido a la policía. También había oído a Ernie jactarse de «darle a las botas» en los partidos de fútbol a los que asistía como espectador. Esto, según tenía entendido Peter, significaba atizar patadas a la cara o el cuerpo de alguien que estuviera caído en el suelo. Aquellos dos eran unos gamberros y, a juzgar por lo que Peter leía diariamente en el periódico de su padre, en modo alguno eran los únicos. Al parecer, el país entero estaba lleno de gamberros. Destrozaban el interior de los trenes, libraban batallas encarnizadas por las calles, utilizando cuchillos, cadenas de bicicleta y barras de metal, atacaban a los transeúntes, especialmente a los otros chicos jóvenes que iban solos por la calle, y arrasaban las cafeterías que encontraban junto a las carreteras. Aunque quizá todavía no eran gamberros totalmente calificados, era indudable que Ernie y Raymond iban camino de serlo.
  Por consiguiente, Peter se dijo que debía seguir mostrándose pasivo. No insultarles. No ofenderles de ninguna manera. Y, sobre todo, no tratar de atacarles físicamente. Cabía la esperanza de que en tal caso acabaran por aburrirse con su jueguecito desagradable y se marchasen a cazar conejos.
  Cada uno de los dos muchachotes tenía a Peter cogido por un brazo y le obligaron a cruzar el campo contiguo en dirección al lago. El prisionero seguía teniendo las muñecas atadas ante sí. Ernie llevaba el rifle en la mano que le quedaba libre. Raymond llevaba los prismáticos que le había quitado a Peter. Llegaron al lago.
  El lago estaba hermoso en aquella dorada mañana de mayo. Era un lago largo y bastante estrecho en cuyas márgenes crecía algún que otro sauce. En el centro el agua era pura y cristalina, pero más cerca de la orilla había una verdadera jungla de cañas y juncos.
  Ernie y Raymond condujeron a su prisionero hasta la orilla del lago y se detuvieron allí.
  —Vamos a ver —dijo Ernie—. Sugiero lo siguiente: tú lo coges por los brazos, yo le cojo los pies, lo balanceamos una, dos, tres veces y lo arrojamos tan lejos como nos sea posible sobre las cañas y el barro. ¿Qué te parece?
  —Me gusta —dijo Raymond—. Y sin desatarle las manos, ¿correcto?
  —Correcto —dijo Ernie—. ¿Qué opinas tú, mocoso?
  —Si eso es lo que vais a hacer, poco puedo hacer yo para impedirlo —dijo Peter, esforzándose por hablar con voz tranquila.
  —Tú intenta impedírnoslo —dijo Ernie, sonriendo— y ya verás lo que te pasa.
  —Una última pregunta —dijo Peter—. ¿Os habéis metido alguna vez con alguien tan grande como vosotros?
  En cuanto lo hubo dicho, comprendió que acababa de cometer una equivocación. Vio que a Ernie se le enrojecían las mejillas y que una chispita peligrosa danzaba en sus ojillos negros.
  Por suerte, en aquel preciso momento Raymond le sacó del apuro al exclamar:
  —¡Eh! ¡Mira qué pájaro nada entre aquellas cañas! ¡Vamos a por él!
  Era un pato real con el pico curvo, en forma de cuchara y amarillo y la cabeza color verde esmeralda con un anillo blanco alrededor del cuello.
  —Esos sí que se pueden comer —prosiguió Raymond—. Es un pato silvestre.
  —¡Voy a cazarlo! —exclamó Ernie, soltando el brazo del prisionero y echándose el rifle al hombro.
  —Esto es un refugio de aves —dijo Peter.
  —¿Un qué? —preguntó Ernie, bajando el rifle.
  —Nadie dispara contra los pájaros aquí. Está rigurosamente prohibido.
  —¿Quién dice que está prohibido?
  —El propietario, mister Douglas Highton.
  —Bromeas sin duda —dijo Ernie.
  Volvió a echarse el rifle al hombro. Disparó. El pato se desplomó en el agua.
  —Ve a recogerlo —dijo Ernie a Peter—. Córtale las ligaduras de las manos, Raymond, así podrá hacernos de perrito y recoger los pájaros que cacemos.
  Raymond sacó el cuchillo y cortó el cordel que ataba las manos de Peter.
  —¡Anda! —exclamó Ernie—. ¡Ve a buscarlo!
  La muerte del hermoso pato había trastornado mucho a Peter.
  —Me niego —dijo.
  Ernie le asestó una bofetada en pleno rostro. Peter no cayó al suelo, pero un hilillo de sangre empezó a manarle de la nariz.
  —¡Mocoso cochino! —exclamó Ernie—. Trata de negarte otra vez y te voy a hacer una promesa. Y la promesa es ésta: niégate a obedecerme una vez más, una sola vez, y te haré saltar todos los dientes, los de arriba y los de abajo. ¿Entendido?
  Peter no dijo nada.
  —¡Contesta! —ladró Ernie—. ¿Me has entendido?
  —Sí —susurró Peter en voz baja—. Te he entendido.
  —¡Pues ve a buscar el pato! —gritó Ernie.
  Peter bajó por la orilla, se metió en el agua cenagosa que había entre las cañas y recogió el pato. Luego volvió a la orilla con él. Raymond se lo quitó de las manos y ató un trozo de cordel alrededor de las patas del animal.
  —Ahora que ya tenemos perro cobrador, veamos si podemos cazar unos cuantos patos más —dijo Ernie. Echó a andar por la orilla, con el rifle en la mano, buscando entre las cañas. De pronto se detuvo. Se agachó. Apoyó un dedo en los labios y dijo—: ¡Chitón!
  Raymond fue a colocarse a su lado. Peter se quedó varios metros atrás, con los pantalones enfangados hasta las rodillas.
  —¡Mira allí! —susurró Ernie, señalando un espeso grupo de juncos—. ¿Ves lo mismo que yo?
  —¡Diablos! —exclamó Raymond—. ¡Qué belleza!
  Peter volvió los ojos hacia aquel lugar y en seguida divisó lo que estaban mirando. Era un cisne, un magnífico cisne blanco que reposaba serenamente en su nido. El nido consistía en un enorme montón de cañas y juncos que se alzaba unos sesenta centímetros por encima de la superficie del lago y en lo alto del mismo se encontraba sentado el cisne como una majestuosa y blanca dama del lago. Tenía la cabeza vuelta hacia los chicos de la orilla, alerta y vigilante.
  —¿Qué te parece? —dijo Ernie—. Mejor que los patos, ¿no crees?
  —¿Crees que podrás darle? —preguntó Raymond.
  —Claro que puedo darle. ¡Voy a hacerle un buen agujero!
  Peter sintió que una rabia desenfrenada nacía dentro de él. Se acercó a los dos muchachos.
  —Yo, en vuestro lugar, no dispararía contra ese cisne —dijo, procurando hablar con voz serena—. Los cisnes son los pájaros más protegidos de Inglaterra.
  —¿Y eso qué tiene que ver? —le preguntó Ernie con tono lleno de desprecio.
  —Y os diré algo más —prosiguió Peter, olvidándose de toda cautela—. Nadie dispara contra un pájaro que esté reposando en su nido. ¡Absolutamente nadie! ¡Puede que haya crías debajo! ¡Simplemente no podéis hacerlo!
  —¿Quién dice que no podemos? —preguntó Raymond con voz burlona—. Mister Peter Watson el mocoso, ¿es él quien lo dice?
  —Lo dice el país entero —contestó Peter—. Lo dice la ley y lo dice la policía, ¡y todo el mundo lo dice!
  —¡Yo no lo digo! —exclamó Ernie, levantando el rifle.
  —¡No dispares! —gritó Peter—. ¡No dispares, por favor!
  ¡Pum! El rifle hizo fuego. La bala alcanzó al cisne en mitad de su elegante cabeza y su cuello largo y blanco se derrumbó sobre el costado del nido.
  —¡Le he dado! —exclamó Ernie.
  —¡Buen tiro! —gritó Raymond.
  Ernie se volvió hacia Peter, que se encontraba absolutamente rígido y con la cara blanca.
  —¡Ve a buscarlo! —ordenó Ernie.
  Una vez más Peter no se movió.
  Ernie se acercó al pequeño y se inclinó hasta que su rostro quedó a pocos centímetros del de Peter.
  —Te lo digo por última vez —dijo en voz baja, amenazadora—. ¡Ve a recogerlo!
  Las lágrimas bañaban la cara de Peter cuando lentamente bajó hasta la orilla y se metió en el agua. Vadeó hasta llegar al sitio donde se encontraba el cisne muerto y lo recogió tiernamente con ambas manos. Debajo del cadáver había dos polluelos diminutos, con el cuerpo cubierto de flojel amarillo. Estaban acurrucados el uno contra el otro en el centro del nido.
  —¿Hay huevos? —gritó Ernie desde la orilla.
  —No —contestó Peter—. No hay nada.
  Pensó que había una probabilidad de que, al regresar al nido, el cisne macho siguiera alimentando a los polluelos si éstos seguían allí. Desde luego no quería dejarlos a la tierna merced de Ernie y Raymond.
  Peter regresó a la orilla con el cisne muerto y lo depositó en el suelo. Luego se levantó y se enfrentó a los otros dos. Sus ojos, mojados aún por las lágrimas, llameaban de furia.
  —¡Eso ha sido una cochinada! —gritó—. ¡Ha sido una gamberrada estúpida y sin sentido! ¡Sois un par de idiotas ignorantes! ¡Vosotros deberíais estar muertos en vez del cisne! ¡No sois dignos de seguir viviendo!
  Se quedó allí de pie, irguiendo el cuerpo tanto como podía, espléndido en su furia, plantando cara a los dos chicos mayores que él, sin importarle ya lo que éstos pudieran hacerle.
  Ernie no le pegó esta vez. Al principio pareció algo cortado ante aquel estallido de rabia, pero se repuso rápidamente. Y entonces sus labios flojos formaron una mueca astuta y húmeda y sus ojillos empezaron a brillar de una manera sumamente maligna.
  —De modo que te gustan los cisnes, ¿no es verdad? —preguntó en voz baja.
  —¡Me gustan los cisnes y os odio a vosotros! —exclamó Peter.
  —¿Y tengo razón al pensar —prosiguió Ernie con la misma mueca burlona—, tengo absolutamente toda la razón al pensar que desearías que ese cisne viejo estuviera vivo en lugar de muerto?
  —¡Esa es una pregunta estúpida! —gritó Peter.
  —Ese mocoso necesita un buen pescozón en las orejas —dijo Raymond.
  —Espera —dijo Ernie—. Quiero hacer este ejercicio —se volvió de nuevo hacia Peter—. De modo que si pudieras devolverle la vida al cisne y hacerle volar de nuevo por el aire, entonces te sentirías feliz, ¿no es así?
  —¡Esa es otra pregunta estúpida! —exclamó Peter—. ¿Quién te has creído que eres?
  —Te diré quién soy yo —dijo Ernie—. Soy un mago, eso soy yo. Y para que estés feliz y contento, voy a ejecutar un truco de magia que hará que este cisne muerto resucite y vuelva a volar en el cielo.
  —¡Tonterías! —dijo Peter—. Me voy.
  Dio media vuelta y empezó a alejarse.
  —¡Agárralo! —dijo Ernie.
  Raymond lo agarró.
  —¡Déjame en paz! —exclamó Peter.
  Raymond le abofeteó con fuerza.
  —Vamos, vamos —dijo—. No te pelees con tu tiíta a menos que quieras que te hagan daño.
  —Dame tu cuchillo —dijo Ernie, alargando una mano.
  Raymond se lo dio. Ernie se arrodilló al lado del cisne muerto y extendió una de sus enormes alas.
  —Mira esto —dijo.
  —¿Qué vas a hacer? —preguntó Raymond.
  —Aguarda y lo verás —repuso Ernie.
  Y con el cuchillo procedió a separar el ala grande y blanca del resto del cuerpo del cisne. Hay una articulación en el hueso allí donde el ala se junta con el costado del pájaro. Ernie la localizó, clavó el cuchillo en la articulación y cortó el tendón. El cuchillo estaba muy afilado y cortaba bien, por lo que el ala no tardó en desprenderse de una sola pieza.
  Ernie dio la vuelta al cisne y cortó la otra ala.
  —Cordel —dijo, tendiendo la mano hacia Raymond.
  Raymond, que sujetaba el brazo de Peter, contemplaba la escena fascinado.
  —¿Dónde has aprendido a cortar un pájaro así? —preguntó.
  —Con las gallinas —dijo Ernie—. Solíamos birlar gallinas en la granja de Stevens y luego las troceábamos para venderlas a una tienda de Aylesbury. Dame el cordel.
  Raymond le dio el ovillo de cordel. Ernie cortó seis trozos, de unos noventa centímetros cada uno.
  Hay una serie de huesos resistentes a lo largo del borde superior del ala de un cisne y Ernie cogió una de las alas y empezó a atar un extremo de los trozos de cordel a lo largo del borde superior de la misma. Una vez hubo terminado, levantó el ala con los seis trozos de cordel colgando de ella y se volvió hacia Peter.
  —Alarga el brazo —dijo.
  —¡Estás loco de remate! —gritó el pequeño—. ¡Has perdido el juicio!
  —Hazle extender el brazo, Raymond —dijo Ernie.
  Raymond cerró un puño, lo acercó al rostro de Peter y le frotó suavemente la nariz.
  —¿Ves esto? —dijo—. Pues te voy a dar en la boca con él si no haces exactamente lo que se te ordene. ¿Entendido? Vamos, extiende el brazo. Así me gusta.
  Peter sintió que su resistencia se venía abajo. No podía seguir plantando cara a aquella gente. Durante unos segundos miró fijamente a Ernie. Con sus ojillos negros y juntos, Ernie daba la impresión de ser capaz de hacer cualquier cosa si se enfurecía de verdad. En aquel momento Peter se dijo que Ernie podía matar fácilmente a una persona si perdía los estribos. Ernie, el chico retrasado y peligroso, estaba jugando y sería una tremenda imprudencia estropearle la diversión. Peter extendió un brazo.
  Entonces Ernie procedió a atar uno por uno los extremos de los seis trozos de cordel al brazo de Peter y cuando hubo terminado el ala blanca del cisne se hallaba atada firmemente a lo largo de todo el brazo de Peter.
  —¿Qué te parece? —dijo Ernie, retrocediendo para examinar su obra.
  —Ahora el otro —dijo Raymond, que ya empezaba a comprender lo que hacía Ernie—. No esperarás que vuele por el cielo con una sola ala, ¿verdad?
  —Marchando la segunda ala —dijo Ernie. Volvió a arrodillarse y ató otros seis trozos de cordel a los huesos superiores de la segunda ala. Luego se levantó otra vez—. A ver el otro brazo —dijo.
  Peter, sintiéndose enfermo y ridículo, extendió el otro brazo. Ernie le ató fuertemente el ala.
  —¡Ahora! —exclamó Ernie, batiendo palmas y dando unos pasos de baile sobre la hierba—. ¡Ahora volvemos a tener un auténtico cisne vivo! ¿Acaso no te he dicho que era un mago? ¿No te he dicho que haría un truco de magia y devolvería este cisne a la vida y le haría volar por todo el cielo? ¿No te lo he dicho?
  Peter se quedó de pie bajo el sol, a orillas del lago, en aquella hermosa mañana de mayo, con las alas enormes, fláccidas y levemente ensangrentadas colgándole grotescamente sobre los costados.
  —¿Has terminado? —preguntó.
  —Los cisnes no hablan —dijo Ernie—. ¡Así que cierra el pico! Y ahorra energía, pequeño, porque vas a necesitar toda la fuerza y la energía que tengas cuando llegue el momento de volar por el cielo —Ernie recogió el rifle del suelo, luego sujetó a Peter por la nuca con su mano libre y dijo—. ¡Adelante!
  Anduvieron por la orilla del lago hasta que llegaron a un sauce alto y elegante. Allí se detuvieron. El árbol era un sauce llorón y sus largas ramas colgaban desde gran altura hasta casi tocar la superficie del lago.
  —Y ahora el cisne mágico va a mostrarnos un poquito de vuelo mágico —anunció Ernie—. Así que lo que va usted a hacer ahora, mister Cisne, es encaramarse hasta la copa de ese árbol y cuando llegue arriba extenderá las alas como un cisnito inteligente y emprenderá el vuelo.
  —¡Fantástico! —exclamó Raymond—. ¡Fabuloso! ¡Me gusta mucho!
  —A mí también —dijo Ernie—. Porque ahora vamos a averiguar exactamente cuán inteligente es en realidad este cisnito. Es inteligentísimo en la escuela, eso lo sabemos todos, y es el primero de la clase y un sinfín de cosas buenas, pero ahora veremos exactamente cuán inteligente es cuando se encuentra en la copa de un árbol. ¿Conformes, mister Cisne?
  Empujó a Peter hacia el árbol.
  Peter se preguntó hasta dónde podía llegar aquella locura. El mismo empezaba a sentirse un poco loco, como si ya nada fuera real y ninguna de aquellas cosas estuviera sucediendo de verdad. Pero al menos la idea de encontrarse en lo alto del árbol, lejos del alcance de aquel par de gamberros, era algo que le atraía enormemente. Podría quedarse allí arriba. Dudaba mucho que se tomaran la molestia de subir tras él. Y aunque subieran, podría alejarse de ellos por encima de una rama delgada que no pudiese aguantar el peso de dos personas.
  El árbol resultaba bastante fácil de escalar, ya que tenía varias ramas bajas que le ayudarían al principio. Empezó la ascensión. Las alas blancas y enormes que colgaban de sus brazos le estorbaban a cada momento, pero no le importó. Lo que ahora le importaba a Peter era que cada centímetro que subía representaba otro centímetro que le alejaba de sus torturadores. Nunca había sido muy aficionado a encaramarse a los árboles y no lo hacía demasiado bien, pero nada del mundo iba a impedir que llegase a la copa de aquél. Y pensó que era improbable que, una vez llegase allí arriba, pudieran siquiera verle debido a las hojas.
  —¡Más arriba! —gritó la voz de Ernie—. ¡No te detengas!
  Peter siguió subiendo y finalmente llegó a un punto desde el que era imposible subir más. Tenía los pies apoyados en una rama más o menos del grosor de la muñeca de una persona; la rama se extendía sobre la superficie del lago y luego se curvaba grácilmente hacia abajo. Todas las ramas que quedaban por encima de su cabeza eran delgadas y flexibles, pero aquella a la que se aferraba con las manos parecía tener suficiente resistencia. Se detuvo allí y descansó de la escalada. Miró hacia abajo por primera vez. Estaba muy alto, por lo menos a quince metros. Pero no podía ver a los dos chicos. Ya no estaban de pie en la base del árbol. ¿Era posible que por fin se hubiesen ido?
  —¡Muy bien, mister Cisne! —dijo la temida voz de Ernie—. ¡Ahora escucha atentamente!
  Los dos se habían alejado un poco del árbol hasta alcanzar un punto desde el que podían ver claramente al pequeño encaramado en la copa. Al mirar de nuevo hacia abajo, Peter se dio cuenta de lo dispersas y delgadas que eran las hojas de un sauce. Apenas le proporcionaban cobijo.
  —¡Escucha atentamente, mister Cisne! —gritó la voz—. ¡Empieza a caminar por esa rama en la que estás de pie! ¡No te detengas hasta quedar sobre el agua cenagosa! ¡Entonces emprende el vuelo!
  Peter no se movió. Estaba quince metros por encima de ellos y no conseguirían atraparle otra vez. Abajo se hizo un largo silencio. Duró medio minuto tal vez. No apartó los ojos de las dos figuras lejanas que se divisaban en el campo. Permanecían muy quietas, mirando hacia arriba.
  —¿Está bien, mister Cisne? —dijo la voz de Ernie—. Voy a contar hasta diez, ¿de acuerdo? Y si para entonces no has extendido las alas y emprendido el vuelo, ¡te pegaré un tiro con esta escopetita! ¡Y de esta manera hoy habré cazado dos cisnes en lugar de uno solo! ¡Empiezo a contar, mister Cisne! ¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!... ¡Cuatro!... ¡Cinco!... ¡Seis!...
  Peter permaneció inmóvil. Nada lograría que se moviese de allí.
  —¡Siete!... ¡Ocho!... ¡Nueve!... ¡Diez!
  Peter vio que el rifle subía hacia el hombro. Le apuntaba directamente. Luego oyó la detonación y el silbido de la bala al pasar a poca distancia de su cabeza. Resultaba aterrador. Pero él siguió sin moverse. Pudo ver que Ernie cargaba el arma con otra bala.
  —¡La última oportunidad! —chilló Ernie—. ¡La próxima te dará de lleno!
  Peter siguió inmóvil. Esperó. Observó al muchacho que se encontraba de pie entre los ranúnculos del prado con otro muchacho a su lado. El rifle volvió a subir hacia el hombro.
  Esta vez oyó la detonación en el mismo momento en que la bala le alcanzaba el muslo. No sintió dolor, pero la fuerza del proyectil era devastadora. Fue como si alguien acabase de golpearle la pierna con un martillo pilón, haciendo que ambos pies se apartasen de la rama donde reposaban. Se agarró con las dos manos para no caer. La rama pequeña a la que se asió empezó a doblarse y finalmente se partió.
  Algunas personas, cuando ya han soportado demasiado y se han visto empujadas más allá de los límites de su resistencia, simplemente se vienen abajo y se rinden. Hay otras, aunque no son muchas, que por alguna razón serán siempre inconquistables. Las encuentras en tiempo de guerra y también en tiempo de paz. Poseen un espíritu indomable y nada, ni el dolor ni la tortura ni la amenaza de muerte, logrará que se rindan.
  El pequeño Peter Watson era una de éstas. Y mientras luchaba y se debatía para no caer desde la copa de aquel árbol, de pronto comprendió que iba a ganar. Alzó los ojos y vio una luz que brillaba sobre las aguas del lago, una luz tan intensa y hermosa que no pudo apartar los ojos de ella. La luz le estaba llamando, atrayéndole, y Peter se lanzó hacia ella al mismo tiempo que extendía las alas.
  Tres personas distintas manifestaron haber visto un gran cisne blanco volando en círculo sobre el pueblo aquella mañana: una maestra de escuela llamada Emily Mead, un hombre que estaba cambiando algunas tejas del tejado de la farmacia y cuyo nombre era William Eyles, y un chico llamado John Underwood que se encontraba en un campo cercano haciendo volar su avión en miniatura.
  Y aquella mañana mistress Watson, que estaba fregando los platos en la cocina, casualmente levantó los ojos y miró por la ventana en el preciso momento en que algo grande y blanco se dejaba caer sobre el césped del jardín de atrás. Mistress Watson salió corriendo. Se arrodilló al lado de la figura pequeña y encogida de su único hijo.
  —¡Hijo mío! —exclamó al borde de la histeria y casi incapaz de creer lo que veían sus ojos—. ¡Hijo del alma! ¿Qué te ha pasado?
  —Me duele la pierna —dijo Peter, abriendo los ojos.
  Luego se desmayó.
  —¡Está sangrando! —exclamó la madre, cogiéndole en brazos y entrando en la casa.
  Rápidamente telefoneó al médico y pidió una ambulancia. Y mientras esperaba que llegase la ayuda, cogió unas tijeras y empezó a cortar el cordel que sujetaba las dos grandes alas de cisne a los brazos de su hijo.