Septiembre de 2005 — El marciano (Crónicas Marcianas fragmento), de Ray Bradbury


Las montañas azules se alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los largos canales, y el viejo La Farge y su mujer salieron de la casa a mirar. —La primera lluvia de la estación —señaló La Farge. —Qué bien —dijo la mujer. —Bienvenida, de veras. Cerraron la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las llamas. Se estremecieron. A lo lejos, a través de la ventana, vieron que la lluvia centelleaba en los costados del cohete que los había traído de la Tierra. —Sólo falta una cosa —dijo La Farge mirándose las manos. —¿Qué? —preguntó su mujer. —Me gustaría haber traído a Tom con nosotros. —Oh, por favor, Lafe. —Sí, no empezaré otra vez. Perdona. —Hemos venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en Tom. Murió hace tanto tiempo... Tratemos de olvidarnos de Tom y de todas las cosas de la Tierra. La Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en el fuego. —Tienes razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de menos aquellos domingos, cuando íbamos en automóvil a Green Lawn Park, a poner unas flores en su tumba. Era casi nuestra única salida. La lluvia azul caía sobre la casa. A las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio, tomados de la mano, él de cincuenta y cinco años, y ella de sesenta en la lluviosa oscuridad. —¿Anna? —llamó La Farge

Abril de 2005 — Usher II (Crónicas Marcianas fragmento), de Ray Bradbury


—«Durante todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes colgaban opresivas y bajas en los cielos, yo había estado cruzando, montado a caballo, una región singularmente lóbrega, y de pronto, cuando ya se cerraban las sombras de la noche, me encontré delante de la melancólica Casa Usher .. » El señor Willíam Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una colina baja y negra, estaba la Casa, y la piedra angular tenía una inscripción: 2005 A.D. —Ya está terminada —dijo el señor Bigelow, el arquitecto—. Aquí tiene la llave, señor Stendahl. Las dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde otoñal. Los planos azules crujían sobre la hierba de color de cuervo. —La Casa Usher —dijo el señor Stendahl con satisfacción—. Proyectada, construida, comprada, pagada. ¿El señor Poe no estaría encantado? El señor Bigelow entornó los ojos. —¿Era esto lo que quería, señor? —¡Sí! —¿El color está bien? ¿Es desolado y terrible? —¡Muy desolado, muy terrible!

Agosto de 1999 — Los hombres de la tierra (Crónicas marcianas fragmento), de Ray Bradbury


Quienquiera que fuese el que golpeaba la puerta, no se cansaba de hacerlo. La señora Ttt abrió la puerta de par en par. —¿Y bien? —¡Habla usted inglés! —El hombre, de pie en el umbral, estaba asombrado. —Hablo lo que hablo —dijo ella. —¡Un inglés admirable! El hombre vestía uniforme. Había otros tres con él, excitados, muy sonrientes y muy sucios. —¿Qué desean? —preguntó la señora Ttt. —Usted es marciana. —El hombre sonrió. —Esta palabra no le es familiar, ciertamente. Es una expresión terrestre. —Con un movimiento de cabeza señaló a sus compañeros.

Prólogo a "Crónicas marcianas", de Jorger L. Borges


En el segundo siglo de nuestra era, Luciano de Samosata compuso una verídica, que encierra, entre otras maravillas, una descripción de los selenitas, que (según el verídico historiador) hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se ponen los Ojos, beben zumo de aire o aire exprimido; a principios del siglo XVI, Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna

El diablo enamorado, de Jaques Cazotte


A los veinticinco años yo era capitán de los guardias del rey de Nápoles. Llevábamos una vida de camaradería y como jóvenes que éramos, nos dedicábamos a las mujeres y al juego en la medida en que lo permitía nuestra bolsa, y filosofábamos en los cuarteles cuando no nos quedaba otro recurso.
Una noche después de habernos agotado en razonamientos de toda índole alrededor de un pequeño frasco de vino de Chipre y algunas castañas secas, la conversación recayó sobre la cábala y los cabalistas.

Historia del endemoniado Pacheco, de Jan Potocki


FINALMENTE, desperté de verdad. El sol quemaba mis párpados, que apenas si podía abrir. Entreví el cielo y me di cuenta de que me hallaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis ojos, y aunque ya no dormía, todavía no estaba despierto del todo. Veía desfilar ante mí imágenes de suplicios, sucediéndose unas tras otras. Me sentí horrorizado, y me incorporé rápidamente.
¿Cómo expresar con palabras el horror que sentí en ese momento? Me encontraba bajo la horca de Los Hermanos. Pero los cadáveres de los dos hermanos de Zoto no colgaban al aire, sino que yacían junto a mí. Lo que quiere decir que había pasado la noche con ellos. Me hallaba sentado sobre trozos de cuerdas, restos de ruedas y de esqueletos humanos, y sobre horrorosos harapos que la podredumbre había separado de ellos.

Introducción a la literatura fantástica, de Tzvetan Todorov

En el siguiente link podrán encontrar en formato pdf el libro "Introducción a la literatura fantástica" de Tzvetan Todorov. La descarga está compartida en un archivo de Dropbox, si momentáneamente no es posible vuelvan a intentarlo en otro momento.

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Introducción a la literatura fantástica

Lo fantástico según Italo Calvino

El cuento fantástico es uno de los productos más característicos de la narrativa del siglo XIX y, para nosotros, uno de los más significativos, pues es el que más nos dice sobre la interioridad del individuo y de la simbología colectiva. Para nuestra sensibilidad de hoy, el elemento sobrenatural en el centro de estas historias aparece siempre cargado de sentido, como la rebelión de lo inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo alejado de nuestra atención racional. En esto se ve la modernidad de lo fantástico, la razón de su triunfal retorno en nuestra época. Notamos que lo fantástico dice cosas que nos tocan de cerca, aunque estemos menos dispuestos que los lectores del siglo pasado a dejarnos sorprender por apariciones y fantasmagorías, o nos inclinemos a gustarlas de otro modo, como elementos del colorido de la época.

El cuento fantástico nace entre los siglos XVIII y XIX sobre el mismo terreno que la especulación filosófica: su tema es la relación entre la realidad del mundo que habitamos y conocemos a través de la percepción, y la realidad del mundo del pensamiento que habita en nosotros y nos dirige. El problema de la realidad de lo que se ve — caras extraordinarias que tal vez son alucinaciones proyectadas por nuestra mente; cosas corrientes que tal vez esconden bajo la apariencia más banal una segunda naturaleza inquietante, misteriosa, terrible— es la esencia de la literatura fantástica, cuyos mejores efectos residen en la oscilación de niveles de realidad inconciliables.

Tzvetan Todorov, en su Introduction à la littérature fantastique (1970), sostiene que lo que distingue a lo «fantástico» narrativo es precisamente la perplejidad frente a un hecho increíble, la indecisión entre una explicación racional y realista, y una aceptación de lo sobrenatural. El personaje del incrédulo positivista que interviene a menudo en este tipo de cuentos, visto con compasión y sarcasmo porque debe rendirse frente a lo que no sabe explicar, no es, sin embargo, refutado por completo. El hecho increíble que narra el cuento fantástico debe dejar siempre, según Todorov, una posibilidad de explicación racional, a no ser que se trate de una alucinación o de un sueño (buena tapadera para todos los pucheros). En cambio, lo «maravilloso», según Todorov se distingue de lo «fantástico» por presuponer la aceptación de lo inverosímil y de lo inexplicable, como en las fábulas o en Las mil y una noches (distinción que se adhiere a la terminología literaria francesa, donde «fantastique» se refiere casi siempre a elementos macabros, tales como apariciones de fantasmas de ultratumba. El uso italiano, en cambio, asocia más libremente fantástico a fantasía; en efecto, nosotros hablamos de lo fantástico ariostesco, mientras que según la terminología francesa se debería decir «lo maravilloso ariostesco»).

El cuento fantástico nace a principios del siglo XIX con el romanticismo alemán, pero ya en la segunda mitad del XVIII la novela «gótica» inglesa había explorado un repertorio de motivos, de ambientes y de efectos (sobre todo macabros, crueles y pavorosos) que los escritores del Romanticismo emplearon profusamente. Y dado que uno de los primeros nombres que destaca entre éstos (por el logro que supone su Peter Schlemihl) pertenece a un autor alemán nacido francés, Chamisso, que aporta una ligereza propia del XVIII francés a su cristalina prosa alemana, vemos que también el componente francés aparece como esencial desde el primer momento. La herencia que el siglo XVIII francés deja al cuento fantástico del Romanticismo es de dos tipos: por un lado, la pompa espectacular del «cuento maravilloso» (del féerique de la corte de Luis XIV a las fantasmagorías orientales deLas mil y una noches descubiertas y traducidas por Galland) y, por otro, el estilo lineal, directo y cortante del «cuento filosófico» volteriano, donde nada es gratuito y todo tiende a un fin.

Si el «cuento filosófico» del siglo XVIII había sido la expresión paradójica de la Razón iluminista, el «cuento fantástico» nace en Alemania como sueño con los ojos abiertos del idealismo filosófico, con la declarada intención de representar la realidad del mundo interior, subjetivo, de la mente, de la imaginación, dándole una dignidad igual o mayor que a la del mundo de la objetividad y de los sentidos, Por tanto, ésta también se presenta como cuento filosófico, y aquí un nombre se destaca por encima de todos: Hoffmann.

Toda antología debe trazarse unos límites e imponerse unas reglas; la nuestra se ha impuesto la regla de ofrecer un solo texto de cada autor: regla particularmente cruel cuando se trata de elegir un solo cuento que represente todo Hoffmann. He elegido el más conocido (porque es un texto, podríamos decir, «obligatorio», El hombre de la arena (Der Sandmann), en el que los personajes y las imágenes de la tranquila vida burguesa se transfiguran en apariciones grotescas, diabólicas, aterradoras, como en las pesadillas. Pero también habría podido orientar mi elección hacia ciertas obras de Hoffmann en las que falta casi por completo lo grotesco, como en Las minas de Falun, donde la poesía romántica de la naturaleza alcanza lo sublime a través de la fascinación del mundo mineral. Las minas en las que el joven Ellis se abisma hasta el punto de preferirlas a la luz del sol y al abrazo de su esposa constituyen uno de los grandes símbolos de la interioridad ideal. Y aquí aparece otro punto esencial que todo discurso sobre lo fantástico debe tener presente: los intentos de esclarecer el significado de un símbolo (la sombra perdida de Peter Schlemihl en Chamisso, las minas en las que se pierde el Ellis de Hoffmann, el callejón de los hebreos en Die Majoratsherren de Arnim) no hacen otra cosa que empobrecer sus ricas sugerencias.

Dejando a un lado el caso de Hoffmann, las grandes obras del género fantástico en el romanticismo alemán son demasiado largas para entrar en una antología que quiere ofrecer el panorama más extenso posible. La medida de menos de cincuenta páginas es otro límite que me he impuesto y que me ha obligado a renunciar a algunos de mis textos favoritos, que tienen dimensiones de cuento largo o de novela corta: Chamisso, de quien ya he hablado, y su Isabel de Egipto, las demás obras hermosas de Arnim y Las memorias de un holgazán de Eichendorff. Ofrecer algunas páginas elegidas habría supuesto contravenir la tercera regla que me había fijado: ofrecer sólo cuentos completos. (He hecho una sola excepción: Potocki. Su novela, El manuscrito encontrado en Zaragoza, tiene cuentos que, pese a estar bastante relacionados entre sí, gozan de una cierta autonomía).

Si consideramos la difusión de la influencia declarada de Hoffmann en las distintas literaturas europeas, podemos asegurar que, al menos para la primera mitad del siglo XIX, «cuento fantástico» es sinónimo de «cuento a lo Hoffmann». En la literatura rusa el influjo de Hoffmann produce frutos milagrosos, como los Cuentos de Petersburgo de Gogol; pero hay que advertir que, antes incluso de cualquier inspiración europea, Gogol había escrito extraordrnarios relatos de brujería en sus dos libros de cuentos ambientados en el campo ucraniano. Desde un primer momento la tradición crítica ha considerado la literatura rusa del siglo XIX bajo la perspectiva del realismo, pero, de igual modo, el desarrollo paralelo de la tendencia fantástica — de Pushkin a Dostoyevski— se advierte con claridad. Precisamente en esta línea, un autor de primera fila como Leskov adquiere su plena proporción.

En Francia, Hoffmann ejerce una gran influencia sobre Charles Nodier, sobre Balzac (sobre el Balzac declaradamente fantástico y sobre el Balzac realista con sus sugestiones grotescas y nocturnas) y sobre Théophile Gautier, de quien podemos hacer partir una ramificación del tronco romántico que jugará un papel importante en el desarrollo del cuento fantástico: la esteticista. En cuanto al aspecto filosófico, en Francia lo fantástico se tiñe de esoterismo iniciático de Nodier a Nerval, o de teosofía a lo Swedenborg, como en Balzac y Gautier. Gérard de Nerval crea un nuevo género fantástico: el cuento— sueño (Sylvie, Aurélia), sostenido por la densidad lírica más que por la estructura de la trama. En lo que respecta a Mérimée, con sus historias mediterráneas (y también nórdicas: la sugerente Lituania de Lokis), con su arte para fijar la luz y el alma de un país en una imagen que al punto se convierte en emblemática, abre al género fantástico una nueva dimensión; el exotismo.

Inglaterra pone un especial placer intelectual en jugar con lo macabro y lo terrible: el ejemplo más famoso es el Frankenstein de Mary Shelley. El patetismo y el humour de la novela victoriana dejan cierto margen para que siga actuando la imaginación «negra», «gótica», con renovado espíritu: nace la ghost story, cuyos autores acaso hacen gala de un guiño irónico pero, mientras tanto, ponen sobre el tapete algo de sí mismos, una verdad interior que no aparecerá en los manierismos del género. La propensión de Dickens por lo grotesco y macabro no sólo tiene cabida en sus grandes novelas, sino también en sus producciones menores, tales como las fábulas navideñas y las historias de fantasmas. Digo producciones porque Dickens (como Balzac) programaba su trabajo con la determinación de quien actúa en un mundo industrial y comercial (y de ese modo nacen sus mejores obras) y publicaba periódicos de narrativa escritos en su mayor parte por él mismo, pero pensados para dar cabida también a las colaboraciones de sus amigos. Entre estos escritores de su círculo (que incluye al primer autor de novelas policíacas, Wilkie Collins), hay uno que tiene un puesto de relieve en la historia del género: Le Fanu, irlandés de familia protestante, primer ejemplo de «profesional» de la ghost story, ya que prácticamente no escribió otra cosa que historias de fantasmas y de horror. Se afirma por entonces una «especialización» en el cuento fantástico que se desarrollará ampliamente en nuestro siglo (tanto a nivel de literatura popular como de literatura de ralidad, pero a menudo a caballo entre ambas). Esto no implica que Le Fanu deba considerarse como un mero artesano (lo que más tarde será Bram Stoker, el creador de Drácula), al contrario: el drama de las controversias religiosas da vida a sus cuentos, así como la imaginación popular irlandesa y una vena poética grotesca y nocturna (véase El juez Harbottle) en la que reconocemos una vez más la influencia de Hoffmann.

Lo común de todos estos autores tan distintos que he hombrado hasta aquí consiste en poner en primer plano una sugestión visual. Y no es casual. Como decía al principio, el verdadero tema del cuento fantástico del siglo XIX es la realidad de lo que se ve: creer o no creer en apariciones fantasmagóricas, vislumbrar detrás de la apariencia cotidiana otro mundo encantado o infernal. Es como si el cuento fantástico, más que cualquier otro género, estuviera destinado a entrar por los ojos, a concretarse en una sucesión de imágenes, a confiar su fuerza de comunicación al poder de crear «figuras». No es tanto la maestría en el tratamiento de la palabra o en perseguir el fulgor del pensamiento abstracto que se narra, como la evidencia de una escena compleja e insólita. El elemento «espectáculo» es esencial en la narración fantástica: no es de extrañar que el cine se haya alimentado tanto de ella.

Pero no podemos generalizar. Si en la mayor parte de los casos la imaginación romántica crea en torno a sí un espacio poblado de apariciones visionarias, existe también el cuento fantástico en el que lo sobrenatural es invisible, más que verse se siente, entra a formar parte de una dimensión interior, como estado de ánimo o como conjetura. Incluso Hoffmann, que tanto se complace en evocar visiones angustiosas y demoníacas, tiene cuentos en los que pone en juego una apretada economía de elementos espectaculares, con predominio de las imágenes de la vida cotidiana. Por ejemplo, en La casa deshabitada bastan las ventanas cerradas de una casucha ruinosa en medio de los ricos palacios del Unter den Linden, un brazo de mujer y luego un rostro de muchacha que asoman, para crear una expectación llena de misterio: tanto mayor por cuanto estos movimientos no son observados directamente, sino que se reflejan en un espejillo cualquiera que adquiere la función de espejo mágico.

La ejemplificación más clara de estas dos direcciones podemos encontrarla en Poe. Sus cuentos más típicos son aquellos en los que una muerta vestida de blanco y ensangrentada sale del féretro en una casa oscura cuyo fastuoso mobiliario respira un aire de disolución. La caída de la casa Usher constituye la más rica elaboración de este tipo. Pero tomemos El corazón revelador: las sugestiones visuales, reducidas al mínimo, se han concentrado en un ojo abierto de par en par en la oscuridad, y toda la tensión se centra en el monólogo del asesino.

Para comparar los aspectos de lo fantástico «visionario» y los de lo fantástico «mental», o «abstracto», o «psicológico», o «cotidiano», había pensado en un primer momento elegir dos cuentos representativos de ambas tendencias por cada autor. Pero rápidamente he advertido que a principios del siglo XIX lo fantástico «visionario», predomina con claridad, así como a finales de siglo predomina lo fantástico «cotidiano», para alcanzar la cima de lo inmaterial e inaprehensible con Henry James. He entendido, en suma, que con un mínimo de renuncias respecto al proyecto primitivo, podía unificar la sucesión cronológica y la clasificación estilística, titulando "Lo fantástico visionario» el primer volumen, que comprende textos de las tres primeras décadas del siglo XIX, y «Lo fantástico cotidiano» el segundo, que llega hasta el alba del siglo XX. Forzar un poco las cosas es inevitable en operaciones como esta, que tienen su punto de partida en definiciones contrapuestas: en todo caso, las etiquetas son intercambiables y cualquier cuento de una serie también podrá ser asignado a la otra; pero lo importante es que quede claro que la dirección general va hacia la paulatina interiorización de lo sobrenatural.

Poe ha sido, después de Hoffmann, el autor que más ha influido sobre el género fantástico europeo. La traducción de Baudelaire debía funcionar como el manifiesto de un nuevo planteamiento del gusto literario; y sucedió que los efectos macabros y «malditos» fueron acogidos más fácilmente que la lucidez de raciocinio que es el más importante rasgo distintivo de este autor. He hablado en primer lugar de su fortuna europea porque en su patria la figura de Poe no resultaba tan emblemática como para identificarla con un género literario concreto. Junto a él, incluso un poco antes que él, hubo otro gran americano que alcanzó en el cuento fantástico una intensidad extraordinaria: Nathaniel Hawthorne.

Hawthorne, entre los autores representados en esta antología, es ciertamente el que logra profundizar más en una concepción moral y religiosa, tanto en el drama de la conciencia individual como en la representación sin paliativos de un mundo forjado por una religiosidad exasperada, como el de la sociedad puritana. Muchos de sus cuentos son obras maestras (tanto de lo fantástico visionario, el aquelarre de Young Master Brown, como de lo fantástico introspectivo,Egotismo o la serpiente en el seno), pero no todos: cuando se aleja de los escenarios americanos (como en la demasiado famosa La hija de Rapaccini) su inventiva puede permitirse los efectos más previsibles. Pero en las obras mejores sus alegorías morales, siempre basadas en la presencia indeleble del pecado en el corazón humano, tienen una fuerza para visualizar el drama interior que sólo será igualada en nuestro siglo por Franz Kafka (sin duda existe un antecedente de El castillo kafkiano en uno de los mejores y más angustiosos cuentos de Hawthorne: My kinsman Major Molineaux).

Habría que decir que antes de Hawthorne y Poe lo fantástico en la literatura de los Estados Unidos tenía ya su tradición y su clásico: Washington Irving. Y no debemos olvidar un cuento emblemático como Peter Rugg, the Missing Man de William Austin (1824). Una misteriosa condena divina obliga a un hombre a correr en calesa junto a su hija, sin poder detenerse nunca perseguido por el huracán a través de la inmensa geografía del continente; un cuento que expresa con elemental evidencia los componentes del naciente mito americano: poder de la naturaleza, predestinación individual, intensidad aventurera.

Es, en suma, una tradición de lo fantástico ya adulta la que Poe hereda (a diferencia de los románticos de principios del siglo XIX) y transmite a sus seguidores, que a menudo no son más que epígonos y manieristas (algunos de ellos ricos en colores de la época, como Ambrose Bierce). Hasta que con Henry James nos encontramos frente a una nueva directriz.

En Francia, el Poe que a través de Baudelaire se ha hecho francés no tarda en hacer escuela. Y el más interesante de sus continuadores en el ámbito específico del cuento es Villiers de l'Isle— Adam, que en Véra nos ofrece una eficaz puesta en escena del tema del amor que continúa más allá de la tumba, y en La tortura con la esperanza, uno de los ejemplos más perfectos de lo fantástico puramente mental (en sus antologías del género, Roger Callois elige Véra; Borges, La tortura con la esperanza: óptimas elecciones una y, sobre todo, la otra. Si yo propongo un tercer cuento es más que nada por no repetir las elecciones de los otros).

A finales de siglo, sobre todo en Inglaterra, se abren los caminos gue serán recorridos por el género fantástico en el siglo XX. Es en Inglaterra donde se perfila un tipo de escritor refinado al que le gusta disfrazarse de escritor popular, y su disfraz tiene éxito porque no lo emplea con condescendencia, sino con desenfado y empeño profesional, y esto es sólo posible cuando se sabe que sin la técnica del oficio no hay sabiduría artística que valga. R. L. Stevenson es el más feliz ejemplo de esta disposición de ánimo; pero junto a él debemos considerar dos casos extraordinarios de genialidad inventiva, así como de dominio del oficio: Kipling y Wells.

Lo fantástico de los cuentos hindúes de Kipling es exótico, pero no en el sentido esteticista y decadente, sino en cuanto que nace del contraste entre el mundo religioso, moral y social de la India y el mundo inglés. Lo sobrenatural a menudo es una presencia invisible, aunque sea terrorífica, como en La marca de la bestia; a veces el escenario del trabajo cotidiano, como el de Los constructores de puentes, se desgarra y, en una aparición visionaria, se revelan las antiguas divinidades de la mitología hindú. Kipling ha escriro también muchos cuentos fantásticos de ambiente inglés donde lo sobrenatural es casi siempre invisible (como en They) y domina la angustia de la muerte.

Con Wells se inaugura la ciencia ficción, un nuevo horizonte de la imaginación que conorerá un gran desarrollo en la segunda mitad de nuestro siglo. Pero el genio de Wells no reside sólo en formular hipótesis maravillosas y terrores futuros desvelando visiones apocalípticas; sus cuentos extraordinarios se basan siempre en un hallazgo de la inteligencia que puede ser muy simple. El caso del difunto Mr. Evelsham trata de un joven que es nombrado heredero universal por un viejo desconocido a condición de que acepte tomar su nombre. He aquí que se despierta en casa del viejo; se mira las manos: están arrugadas; se mira al espejo: él es el viejo; entonces se da cuenta de que el viejo ha tomado su identidud y su persona y está viviendo su juventud. Exteriormente todo es idéntico a la normal apariencia de antes; pero la realidad es de un horror sin límites.

Quien con más facilidad conjuga el refinamiento del literato de calidad y el brío del narrador popular (entre sus autores favoritos siempre citaba a Dumas) es R. L. Stevenson. En su corta vida de enfermo llegó a hacer muchas obras perfectas, de las novelas de aventuras al Dr. Jekyll, y numerosas narraciones fantásticas muy breves: Olalla, historia de vampiresas en la España napoleónica (el mismo ambiente de Potocki, a quien no sé si él llegó a leer); Thrown Janet, historia escocesa de brujería; los Island's Entertainements, donde con pluma ligera muestra lo mágico del exotismo (y también exporta motivos escoceses adaptándolos a los ambientes de la Polinesia);Markheim, que sigue el camino de lo fantástico interiorizado, como El corazón revelador de Poe, con una presencia más marcada de la conciencia puritana.

Uno de los más firmes seguidores de Stevenson es precisamente un escritor que no tiene nada de popular: Henry James. Con este escritor, que no sabemos si llamar americano, inglés o europeo, el género fantástico del siglo XIX tiene su última encarnación — o, mejor dicho, desencarnación; ya que se hace más invisible e impalpable que nunca: una emanación o vibración psicológica. Es necesario considerar el ambiente intelectual del que nace la obra de Henry James, y particularmente las teorías de su hermano, el filósofo William James, sobre la realidad psíquica de la experiencia: podemos decir que a finales de siglo el cuento fantástico vuelve a ser cuento filosófico como a principios de siglo.

Los fantasmas de las ghost stories de Henry James son muy evasivos: pueden ser encarnaciones del mal sin rostro o sin forma, como los diabólicos servidores deLa vuelta de tuerca, o apariciones bien visibles que dan forma sensible a un pensamiento dominante, como Sir Edmund Orme, o mixtificaciones que desencadenan la verdadera presencia de lo sobrenatural, como en El alquiler del fantasma. En uno de los cuentos más sugestivos y emocionantes, The Jolly Corner, el fantasma apenas entrevisto por el protagonista es el mismo que él habría sido si su vida hubiese tomado otro camino; en La vida privada hay un hombre que sólo existe cuando otros lo miran, en caso contrario se disipa, y otro que, sin embargo, existe dos veces, porque tiene un doble que escribe los libros que él no sabría escribir.

Con James, autor que pertenece al siglo XIX por la cronología, pero a nuestro siglo por el gusto literario, se cierra esta reseña: He dejado a un lado a los autores italianos porque no me agradaba hacerlos figurar sólo por obligación: lo fantástico representa en la literatura italiana del XIX algo «menor». Antologías especiales (Poesie e racconti de Arrigo Boito, y Racconti neri della scapigliatura), así como algunos textos de escritores más conocidos por otros aspectos de su obra, de De Marchi a Capuana, pueden ofrecer preciosos hallazgos y una interesante documentación sobre el gusto de la época. Entre las demás literaturas que he omitido, la española tiene un autor de cuentos fantásticos muy conocido, Gustavo Adolfo Bécquer. Pero esta antología no pretende ser exhaustiva. Lo que he querido ofrecer es un panorama centrado en algunos ejemplos y, sobre todo, un libro fácil de leer.

La muerta enamorada, de Teophile Gautier



ME preguntáis hermano si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negaros nada, pero no referiría a otra persona menos experimentada que vos una historia semejante. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma, pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente.

La noche en que Frankenstein leyó el Quijote, de Santiago Posteguillo


¿Leyó Frankenstein alguna vez el Quijote? Vayamos paso a paso.

Era el verano de 1816. Mary Shelley y su esposo, el también escritor Percy Bysshe Shelley, acudieron a Suiza, a una hermosa casa en las montañas que su amigo lord Byron tenía en aquel lugar. Allí disfrutaban todos los invitados de un maravilloso verano alpino henchido de bosques, valles y senderos por los que a menudo caminaban para ejercitarse, al tiempo que así admiraban los espectaculares paisajes de aquel territorio. Pero un día, en uno de esos frecuentes cambios meteorológicos propios de las zonas montañosas, las nubes taparon el sol y las lluvias interrumpieron sus excursiones. Y no sólo por una jornada o dos, sino que la lluvia pareció encontrarse cómoda entre aquellas laderas verdes y decidió instalarse por un largo período. Byron, el matrimonio Shelley y el resto de los invitados optaron entonces por reunirse a la luz de una hoguera que ardía en una gran chimenea de la casa en la que se habían instalado y allí, entre copa y copa de vino, deleitarse en la lectura en voz alta que Percy Shelley realizaba de diferentes clásicos de la literatura universal.

Percy Shelley era un reconocido poeta que, como Byron, había tenido que escapar de Inglaterra por el revolucionario tono de muchos de sus poemas contra el gobierno conservador británico que se oponía, entre otras cosas, a cambios en una vetusta ley electoral que impedía que los barrios obreros tuvieran los mismos representantes parlamentarios que las zonas rurales más conservadoras. El caso es que Percy sabía leer en público o declamar de modo que agitaba los corazones o despertaba la imaginación de quien le escuchara.

Lo sabemos con detalle porque todo esto nos lo cuenta la propia Mary Shelley, su esposa: por un lado, en el prólogo a su obra Frankenstein y, por otro, en su propio diario personal, en donde, día a día, la intrépida autora se tomaba la molestia de dejar constancia de todo aquello que había hecho cada jornada: unos escritos que ahora constituyen una pequeña gran joya para críticos literarios y curiosos de toda condición (entre los que me incluyo). Así, Mary nos describe cómo lord Byron, uno de esos interminables días de tormenta veraniega, sin posibilidad de poder salir a la montaña o realizar cualquier otra actividad en el exterior de la casa, se levantó y lanzó un gran reto. Como no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta a muchos de los allí presentes, se trataba de un reto literario.

—Os propongo un concurso.

—¿Qué tipo de concurso? —preguntó Percy intrigado y poniendo palabras a la curiosidad de todos los presentes.

—Propongo —empezó entonces lord Byron— que cada uno de nosotros escriba un relato, una historia de terror —dijo bajando la voz, envuelto en las sombras que proyectaba el fuego de la chimenea—. Y el que consideremos como el relato más terrorífico, ése ganará el concurso.

Era, sin duda, un desafío apasionante, y más aún teniendo en cuenta el saber hacer literario de muchos de los allí reunidos, pero la brillante idea, no obstante, cayó en el olvido con rapidez en cuanto salió el sol y regresó el buen tiempo. Byron y Percy Shelley eran grandes escritores, pero inconstantes (los hombres… ya se sabe), y pronto dejaron las plumas y la tinta y las palabras escritas y se adentraron de nuevo en los hermosos bosques de los Alpes.

Por el contrario, Mary Shelley, mucho más disciplinada que cualquiera de sus amigos masculinos, no se dejó distraer o tentar por las maravillas de la naturaleza, sino que prefirió permanecer en aquella casa y día a día, noche a noche, engendró la maravillosa novela titulada Frankenstein o el moderno Prometeo. Por cierto, Frankenstein no es el monstruo, o la «criatura», como cariñosamente la define la propia Mary Shelley, sino Victor Frankenstein, el doctor que la crea, aunque todos pensemos siempre en esta criatura cuando oímos el apellido del doctor alemán. Pero lo más interesante de esta historia es que la escritora no creó esta novela desde la nada absoluta, sino imbuida por esos espacios montañosos que la rodeaban (y muchas montañas y frío y nieve hay, sin duda, en el libro que escribió, que abre con un viaje a una región polar); y también influida, de una forma u otra, por las maravillosas lecturas que su esposo Percy seguía haciendo por las noches junto a la chimenea de grandes clásicos de la literatura.

Mary escribía sobre todo durante el día, pero seguía compartiendo con todos las veladas de lectura colectiva donde su marido proseguía deleitándolos con su mágica dicción, que, estoy seguro de ello, debía de dar vida a cada uno de aquellos personajes que aparecían en las novelas seleccionadas. Y una noche especial, tras largas caminatas para unos en la montaña y una intensa sesión de escritura para Mary, Percy eligió una obra maestra de la literatura española traducida al inglés: Don Quijote. Así lo recoge Mary Shelley en su diario en la entrada del 7 de octubre de 1816: «Percy lee Curtius y Clarendon; escribir; Percy lee Don Quijote por la noche.» Y así siguió su marido leyendo cada noche durante todo un mes, un mes eterno e inolvidable para la historia de la literatura universal en el que Mary escribía su gran novela. Hasta que el 7 de noviembre Mary anota en su diario: «Escribir. Percy lee Montaigne por la mañana y termina la lectura de Don Quijote por la noche.»

Mary Shelley se enamoró de la literatura mediterránea y en particular de Cervantes, ya fuera por la pasión con la que Percy leyó aquella traducción delQuijote, o por sus largas estancias en países del sur de Europa. El hecho es que Mary Shelley, años después, entre 1835 y 1837, escribiría la más que bien documentada y aún más que interesante Vidas de los más eminentes hombres de la ciencia y la literatura de Italia, España y Portugal, donde, entre otros muchos autores italianos y portugueses, biografiaba también las vidas de poetas, dramaturgos y novelistas españoles como Boscán, Garcilaso de la Vega, Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo o Calderón de la Barca. Y es que Mary Shelley hablaba no sólo inglés, sino francés, italiano, portugués y hasta español. ¿Y cómo aprendió español? Muy «sencillo» (obsérvese que escribo sencillo entre comillas): tanto le gustaron el Quijote y su lectura por parte de su esposo en 1816 que, cuatro años después, en 1820, volvió a leerlo, después de haber iniciado el estudio del español, pero esta vez lo leyó directamente en castellano. Y tal es la pasión que Mary Shelley sintió por esa gran obra que el lector curioso encontrará una referencia a Sancho Panza en el prólogo a Frankenstein, igual que podrá observar que la novela de Mary Shelley presenta su relato a través de múltiples narradores (el aventurero Walton, el doctor Frankenstein y hasta el propio monstruo); es decir, la misma técnica narrativa que Cervantes usó para el desarrollo del Quijote (narrado por alguien que encontró un supuesto original en árabe que debe traducir una tercera persona y donde cada uno quita y pone según le place). Y, por si quedan dudas, Mary Shelley decidió recrear la famosa «Historia del cautivo» (capítulos XXXIX-XLI del Quijote, primera parte) en el capítulo 14 de la versión corregida de 1831 de Frankenstein. Para que se hagan una idea de las similitudes: en la «Historia del cautivo» del Quijote, un cristiano secuestrado en un país musulmán es rescatado por una musulmana que está dispuesta a abrazar la fe cristiana desposándose con el cautivo cristiano al que va a ayudar a escapar; mientras que en la novela de Mary Shelley la monstruosa criatura creada por el doctor Frankenstein conocerá a Safie, una musulmana cuyo padre está preso en la cárcel de París y será ayudado por un cristiano que ama a Safie. Las conexiones entre ambos relatos son evidentes, pero no lo digo yo, sino que sesudos artículos académicos como el titulado «Recycling Zoraida: The Muslim Heroine in Mary Shelley’s Frankenstein» [«Reciclando a Zoraida: la heroína musulmana de Frankenstein de Mary Shelley»], publicado en una revista tan prestigiosa como el Bulletin of the Cervantes Society of America[Boletín de la Sociedad Cervantina de América], certifican esta relación entre un texto y otro.

Hoy día, no obstante, no corren tiempos tan buenos para el bueno de don Quijote. Recuerdo, aún abrumado, una anécdota que me contaron no hace mucho: en una cadena de librerías decidieron que a partir de ahora sería un programa informático el que decidiría qué libros debían permanecer en las estanterías y cuáles, por el contrario, debían ser retirados, ya que nadie había adquirido ningún ejemplar en varios meses. A la hora de realizar el trabajo de retirada de los ejemplares que no eran vendidos, se externalizaba el trabajo contratando a alguien para esa tarea concreta, pues ver qué libros marcaba en rojo el programa, buscarlos en los anaqueles y retirarlos en cajas sólo requería saber leer (conocer el orden alfabético que inventó el bueno de Zenodoto ayudaba a localizar los libros que debían ser retirados con mayor rapidez, pero no era absolutamente necesario). El caso es que el programa informático no atendía ni siquiera al hecho de que ciertas obras maestras de nuestra literatura han quedado reducidas a lecturas obligatorias de diferentes estudios y que, por lo tanto, sólo se venden al principio del curso académico. El empleado contratado en una de estas librerías realizaba con eficacia su trabajo cuando una de las libreras, algo veterana en estas lides, le detuvo un instante y le dijo:

—Disculpa, pero este libro no lo retires, por favor.

El muchacho, que estaba siendo concienzudo en su tarea, tuvo miedo de que se detectara que no había sido escrupuloso en la realización del trabajo para el que había sido contratado y, con el libro en cuestión aún en la mano, argumentó:

—Es que el título de este libro viene marcado en rojo en el programa.

La veterana librera suspiró.

—Ya, bueno. No importa. Yo asumo la responsabilidad. —Y con cuidado tomó el volumen que el muchacho sólo cedió con el ceño fruncido y claras muestras de enojo en el rostro. Como imaginarán, el libro en disputa no era otro que un ejemplar del Quijote.

Conclusión: si Mary Shelley aprendió español para poder no ya leer sino degustar el Quijote, ¿no deberíamos todos los que ya tenemos la fortuna de saber español encontrar algún momento de nuestra vida para zambullirnos, aunque sólo sea un rato, en alguno de los maravillosos relatos que pueblan la irrepetible historia del maravilloso Don Quijote? Y pronto, antes de que los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo; o, para ser más justo, antes de que quienes programan los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo.

El autor secreto, de Santiago Posteguillo


Alguna ciudad de España. Año del Señor de 1553

Don Diego volvió a leer aquella misiva del rey. No, no había duda. No importaba que apenas hubiera regresado de su puesto de embajador en Roma: el emperador le conminaba a aceptar un nuevo cargo de forma inminente. Don Diego dejó la carta encima del escritorio y meditó en silencio. Al fin, tomó una decisión. Abrió un cajón, extrajo un montón de hojas escritas y las envolvió con cuidado en una piel de cuero para proteger aquellas páginas de la lluvia… y de las miradas indiscretas.
Se levantó y llamó a uno de los sirvientes de la casa.
—Mi capa —dijo y, en cuanto se la trajeron, don Diego Hurtado de Mendoza se embozó en ella y salió a la calle.
Hacía frío y una lluvia fina descargaba con persistencia, aunque lo peor era el viento. Iba armado y era hombre resuelto, así que no le preocupaba que la noche se hubiera apoderado de la ciudad. Caminó así, oculto su rostro en el embozo de su capa. De esa forma se protegía de las inclemencias del tiempo y, a la vez, pasaba desapercibido ante algún otro caballero que debía de ir en busca de dama o que quizá acudía a algún duelo que no entendía ni de rayos ni de truenos.

Bibliografía sugerida para leer junto al "Quijote" recopilada de la cátedra de la Dra. Mónica Nasif

  • El Quijote y la tradición carnavalesca (Agustín Redondo)
  • El bachiller Sanson Carrasco (Juan Bautista de Avalle-Arce)
  • Romance de Durandarte (selección de romances viejos de España y América) Kapeluz, 1976
  • La paradoja de Roque Guinart: el bandolero con conciencia en Don Quijote (Thomas Hranac)
  • El Quijote visto desde el retablo de Mese Pedro
  • El Quijote: Segunda parte Parodia y Creación (Dr. Isaías Lerner)
  • Clavileño. La tradición en una nueva obra de arte (Carlos Nállim)
  • El mundo de la frontera: cambio de religión y choque cultural de los personajes moriscos del Quijote (David Domínguez-Navarro)
  • El caballero del verde gabán y su encuentro con Don Quijote (Randolph D Pope) Hispanic Review
  • El proceso iniciático en el episodio de la cueva de Montesinos del “Quijote” (Agustín Redondo)
  • Arquitectura y dignidad moral de la segunda parte del Quijote (Alberto Sánchez)
  • Sancho Panza y Sansón Carrasco: contribuciones a la teatralidad en el Quijote (Jesús G. Maestro)
  • Las burlas de Don Antonio en torno a la estancia de Don Quijote en Barcelona
  • Cide Hamete Benengeli y los narradores del Quijote (Jesús G Maestro)
  • Grisostomo y Marcela (J. B. Valle Arce)
  • Los episodios del Quijote (Close, Anthony)
  • La composición del “Quijote” de 1605 (Casualdero, Antonio)
  • Últimos reflejos de Erasmo (Bataillon, Marcel)
  • La verdad de los hechos (Riley)
  • El romancero en la primera parte del Quijote (Petruccelli)
  • La génesis literaria de Sancho Panza (Petruccelli)
  • El Quijote: Segunda parte. Parodia y creación (Dr. Isaías Lerner)
  • Teoría de la novela en Cervantes (Riley)
  • Una propuesta de lectura: la carta a Dulcinea como metáfora del texto y espacio de invención del personaje (María Rosa Petruccelli)
  • Lectores y oidores. La difusión oral de la literatura en el Siglo de Oro (Margir Frenk)
  • Para una relectura del Quijote (Celina De Cortazar)
  • El Quijote desde los libros de Caballerías (Javier Roberto González)

Cide Hamete Benengeli y los narradores del "Quijote", de Jesús G. Maestro


El discurso del Quijote revela una obra literaria que se presenta in fieri al pensamiento del lector, no sólo por el tratamiento tensivo y procesual de los diferentes elementos sintácticos (tiempo, espacio, personajes y funciones), sino muy principalmente por la naturaleza discontinua y polifónica de su disposición compositiva, y por el estatuto retórico y funcional que en ella adquiere el personaje Narrador, heterodiegético (no participa en la historia que cuenta, aunque con frecuencia habla desde la primera persona) y extradiegético (se sitúa en la estratificación discursiva más elevada y englobante), creado por Miguel de Cervantes en la ficción literaria, sobre la que actúa de forma directa e inmediata, como agente locutivo situado en el nivel de la enunciación.

Los traductores de las mil y una noche, de Jorge Luis Borges

I. EL CAPITÁN BURTON

En Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una cicatriz africana —el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés— emprendió una famosa traducción del Quitab alif laila ua laila, libro que también los rumíes llaman de las1001 Noches. Uno de los secretos fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser aniquilado por Burton. Ése era Eduardo Lane, el orientalista, autor de una versión harto escrupulosa de las 1001 Noches, que había suplantado a otra de Galland. Lane tradujo contra Galland, Burton contra Lane; para entender a Burton hay que entender esa dinastía enemiga.

Empiezo por el fundador. Es sabido que Jean Antoine Galland era un arabista francés que trajo de Estambul una paciente colección de monedas, una monografía sobre la difusión del café, un ejemplar arábigo de las Noches y un maronita suplementario, de memoria no menos inspirada que la de Shahrazad. A ese oscuro asesor —de cuyo nombre no quiero olvidarme, y dicen que es Hanna— debemos ciertos cuentos fundamentales, que el original no conoce: el de Aladino, el de los Cuarenta Ladrones, el del príncipe Ahmed y el hada Peri Banú, el de Abulhasán el dormido despierto, el de la aventura nocturna de Harún Arrashid, el de las dos hermanas envidiosas de la hermana menor. Basta la sola enumeración de esos nombres para evidenciar que Galland establece un canon, incorporando historias que hará indispensables el tiempo y que los traductores venideros —sus enemigos— no se atreverían a omitir. Hay otro hecho innegable. Los más famosos y felices elogios de las 1001 Noches —el de Coleridge, el de Tomás De Quincey, el de Stendhal, el de Tennyson, el de Edgar Allan Poe, el de Newman— son de lectores de la traducción de Galland. Doscientos años y diez traducciones mejores han trascurrido, pero el hombre de Europa o de las Américas que piensa en las 1001 Noches, piensa invariablemente en esa primer traducción. El epíteto milyunanochesco (milyunanochero adolece de criollismo,milyunanocturno de divergencia) nada tiene que ver con las eruditas obscenidades de Burton o de Mardrus, y todo con las joyas y las magias de Antoine Galland.

Palabra por palabra, la versión de Galland es la peor escrita de todas, la más embustera y más débil, pero fue la mejor leída. Quienes intimaron con ella, conocieron la felicidad y el asombro. Su orientalismo, que ahora nos parece frugal, encandiló a cuantos aspiraban rapé y complotaban una tragedia en cinco actos. Doce primorosos volúmenes aparecieron de 1707 a 1717, doce volúmenes innumerablemente leídos y que pasaron a diversos idiomas, incluso el hindustani y el árabe. Nosotros, meros lectores anacrónicos del siglo veinte, percibimos en ellos el sabor dulzarrón del siglo dieciocho y no el desvanecido aroma oriental, que hace doscientos años determinó su innovación y su gloria. Nadie tiene la culpa del desencuentro y menos que nadie, Galland. Alguna vez, los cambios del idioma lo perjudican. En el prefacio de una traducción alemana de las 1001 Noches, el doctor Weil estampó que los mercaderes del imperdonable Galland se arman de una "valija con dátiles", cada vez que la historia los obliga a cruzar el desierto. Podría argumentarse que por 1710 la mención de los dátiles bastaba para borrar la imagen de la valija, pero es innecesario: valise, entonces, era una subclase de alforja.

Hay otras agresiones. En cierto panegírico atolondrado que sobrevive en los Morceaux choisis de 1921, André Gide vitupera las licencias de Antoine Galland, para mejor borrar (con un candor del todo superior a su reputación) la literalidad de Mardrus, tanfin de siècle como aquél es siglo dieciocho, y mucho más infiel.

Las reservas de Galland son mundanas; las inspira el decoro, no la moral. Copio unas líneas de la tercer página de sus Noches: II alia droit à l'appartement de cette princesse, qui, ne s'attendant pas a le revoir, avait reçu dans son lit un des derniers officiers de sa maison. Burton concreta a ese nebuloso "officier": un negro cocinero, rancio de grasa de cocina y de hollín. Ambos, diversamente, deforman: el original es menos ceremonioso que Galland y menos grasiento que Burton. (Efectos del decoro: en la mesurada prosa de aquél, la circunstancia recevoir dans son lit resulta brutal.)

A noventa años de la muerte de Antoine Galland, nace un diverso traductor de las Noches: Eduardo Lane. Sus biógrafos no dejan de repetir que es hijo del doctor Theophilus Lane, prebendado de Hereford. Ese dato genésico (y la terrible Forma que evoca) es tal vez suficiente. Cinco estudiosos años vivió el arabizado Lane en El Cairo, "casi exclusivamente entre musulmanes, hablando y escuchando su idioma, conformándose a sus costumbres con el más perfecto cuidado y recibido por todos ellos como un igual". Sin embargo, ni las altas noches egipcias, ni el opulento y negro café con semilla de cardamomo, ni la frecuente discusión literaria con los doctores de la ley, ni el venerado turbante de muselina, ni el comer con los dedos, le hicieron olvidar su pudor británico, la delicada soledad central de los amos del mundo. De ahí que su versión eruditísima de las Noches sea (o parezca ser) una mera enciclopedia de la evasión. El original no es profesionalmente obsceno; Galland corrige las torpezas ocasionales por creerlas de mal gusto. Lane las rebusca y las persigue como un inquisidor. Su probidad no pacta con el silencio: prefiere un alarmado coro de notas en un apretado cuerpo menor, que murmuran cosas como éstas: Paso por alto un episodio de lo más reprensible, Suprimo una explicación repugnante, Aquí una línea demasiado grosera para la traducción, Suprimo necesariamente otra anécdota, Desde aquí doy curso a las omisiones, Aquí la historia del esclavo Bujait, del todo inapta para ser traducida. La mutilación no excluye la muerte: hay cuentos rechazados íntegramente "porque no pueden ser purificados sin destrucción". Ese repudio responsable y total no me parece ilógico: el subterfugio puritano es lo que condeno. Lane es un virtuoso del subterfugio, un indudable precursor de los pudores más extraños de Hollywood. Mis notas me suministran un par de ejemplos. En la noche 391, un pescador le presenta un pez al rey de los reyes y éste quiere saber si es macho o hembra y le dicen que hermafrodita. Lane consigue aplacar ese improcedente coloquio, traduciendo que el rey ha preguntado de qué especie es el animal y que el astuto pescador le responde que es de una especie mixta. En la noche 217, se habla de un rey con dos mujeres, que yacía una noche con la primera y la noche siguiente con la segunda, y así fueron dichosos. Lane dilucida la ventura de ese monarca, diciendo que trataba a sus mujeres "con imparcialidad"... Una razón es que destinaba su obra "a la mesita de la sala", centro de la lectura sin alarmas y de la recatada conversación.

Basta la más oblicua y pasajera alusión carnal para que Lane olvide su honor y abunde en torceduras y ocultaciones. No hay otra falta en él. Sin el contacto peculiar de esa tentación, Lane es de una admirable veracidad. Carece de propósitos, lo cual es una positiva ventaja. No se propone destacar el colorido bárbaro de las Noches como el capitán Burton, ni tampoco olvidarlo y atenuarlo, como Galland. Éste domesticaba a sus árabes, para que no desentonaran irreparablemente en París; Lane es minuciosamente agareno. Éste ignoraba toda precisión literal; Lane justifica su interpretación de cada palabra dudosa. Éste invocaba un manuscrito invisible y un maronita muerto; Lane suministra la edición y la página. Éste no se cuidaba de notas; Lane acumula un caos de aclaraciones que, organizadas, integran un volumen independiente. Diferir: tal es la norma que le impone su precursor. Lane cumplirá con ella: le bastará no compendiar el original.

La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más memorable que sus dos interlocutores, ha razonado extensamente las dos maneras generales de traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas las singularidades verbales: Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o detienen. Esta conducta puede suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla, de los continuos y pequeños asombros. Ambas son menos importantes que el traductor y que sus hábitos literarios. Traducir el espíritu es una intención tan enorme y tan fantasmal que bien puede quedar como inofensiva; traducir la letra, una precisión tan extravagante que no hay riesgo de que la ensayen. Más grave que esos infinitos propósitos es la conservación o supresión de ciertos pormenores; más grave que esas preferencias y olvidos, es el movimiento sintáctico. El de Lane es ameno, según conviene a la distinguida mesita. En su vocabulario es común reprender una demasía de palabras latinas, no rescatadas por ningún artificio de brevedad. Es distraído: en la página liminar de su traducción pone el adjetivo romántico, lo cual es una especie de futurismo, en una boca musulmana y barbada del siglo doce. Alguna vez la falta de sensibilidad le es propicia, pues le permite la interpolación de voces muy llanas en un párrafo noble, con involuntario buen éxito. El ejemplo más rico de esa cooperación de palabras heterogéneas, debe ser éste que traslado: And in this palace is the last information respecting lords collected in the dust. Otro puede ser esta invocación: Por el Viviente que no muere ni ha de morir, por el nombre de Aquel a quien pertenecen la gloria y la permanencia. En Burton —ocasional precursor del siempre fabuloso Mardrus— yo sospecharía de fórmulas tan satisfactoriamente orientales; en Lane escasean tanto que debo suponerlas involuntarias, vale decir genuinas.

El escandaloso decoro de las versiones de Galland y de Lane ha provocado un género de burlas que es tradicional repetir. Yo mismo no he faltado a esa tradición. Es muy sabido que no cumplieron con el desventurado que vio la Noche del Poder, con las imprecaciones de un basurero del siglo trece defraudado por un derviche y con los hábitos de Sodoma. Es muy sabido que desinfectaron las Noches.

Los detractores argumentan que ese proceso aniquila o lastima la buena ingenuidad del original. Están en un error: el libro de mil noches y una noche no es (moralmente) ingenuo; es una adaptación de antiguas historias al gusto aplebeyado, o soez, de las clases medias de El Cairo. Salvo en los cuentos ejemplares delSendebar, los impudores de las 1001 Noches nada tienen que ver con la libertad del estado paradisíaco. Son especulaciones del editor: su objeto es una risotada, sus héroes nunca pasan de changadores, de mendigos o eunucos. Las antiguas historias amorosas del repertorio, las que refieren casos del Desierto o de las ciudades de Arabia, no son obscenas, como no lo es ninguna producción de la literatura preislámica. Son apasionadas y tristes, y uno de los motivos que prefieren es la muerte de amor, esa muerte que un juicio de los alemas ha declarado no menos santa que la del mártir que atestigua la fe... Si aprobamos ese argumento las timideces de Galland y de Lane nos pueden parecer restituciones de una redacción primitiva.

Sé de otro alegato mejor. Eludir las oportunidades eróticas del original, no es una culpa de las que el Señor no perdona, cuando lo primordial es destacar el ambiente mágico. Proponer a los hombres un nuevo Decamerón es una operación comercial como tantas otras; proponerles un Ancient mariner o un Bateau ivre, ya merece otro cielo. Littmann observa que las1001 Noches es, más que nada, un repertorio de maravillas. La imposición universal de ese parecer en todas las mentes occidentales, es obra de Galland. Que ello no quede en duda. Menos felices que nosotros, los árabes dicen tener en poco el original: ya conocen los hombres, las costumbres, los talismanes, los desiertos y los demonios que esas historias nos revelan.

*

En algún lugar de su obra, Rafael Cansinos Asséns jura que puede saludar las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas, dravidios, indoeuropeos, etiópicos... Ese caudal no agota su definición: es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Nadie menos expuesto a la repetida burla de Hudibras contra los doctores capaces de no decir absolutamente nada en varios idiomas: Burton era hombre que tenía muchísimo que decir, y los setenta y dos volúmenes de su obra siguen diciéndolo. Destaco algunos títulos al azar: Goa y las Montañas Azules, 1851; Sistema de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de una peregrinación a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial, 1860; La Ciudad, de los Santos, 1861;Exploración de las mesetas del Brasil, 1869; Sobre un hermafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869; Cartas desde los campos de batalla del Paraguay, 1870;Última Thule o un verano en Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada(primer volumen) 1884; El jardín fragante de Nafzauí—obra póstuma, entregada al fuego por Lady Burton, así como una Recopilación de epigramas inspirados por Priapo. El escritor se deja traslucir en ese catálogo: el capitán inglés que tenía la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un hombre, que conocen los hombres. No difamaré su memoria, comparándolo con Morand, caballero bilingüe y sedentario que sube y baja infinitamente en los ascensores de un idéntico hotel internacional y que venera el espectáculo de un baúl... Burton, disfrazado de afghán, había peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Señor que negara sus huesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y de la Justicia; su boca, resecada por elsamún, había dejado un beso en el aerolito que se adora en la Caaba. Esa aventura es célebre: el posible rumor de que un incircunciso, un nazraní, estaba profanando el santuario hubiera determinado su muerte. Antes, en hábito de derviche, había ejercido la medicina en El Cairo —no sin variarla con la prestidigitación y la magia, para obtener la confianza de los enfermos. Hacia 1858, había comandado una expedición a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llevó a descubrir el lago Tanganika. En esa empresa lo agredió una alta fiebre; en 1855 los somalíes le atravesaron los carrillos con una lanza. (Burton venía de Harrar, que era ciudad vedada a los europeo, en el interior de Abisinia.) Nueve años más tarde, ensayó la terrible hospitalidad de los ceremoniosos caníbales del Dahomé; a su regreso no faltaron rumores (acaso propalados, y ciertamente fomentados, por él) de que había "comido extrañas carnes" —como el omnívoro procónsul de Shakespeare[20]. Los judíos, la democracia, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el cristianismo, eran sus odios preferidos; Lord Byron y el Islam, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho algo valeroso y plural: lo acometía desde el alba, en un vasto salón multiplicado por once mesas, cada una de ellas con el material para un libro —y alguna con un claro jazmín en un vaso de agua. Inspiró ilustres amistades y amores: de las primeras básteme nombrar la de Swinburne, que le dedicó la segunda serie de Poems and Ballads —in recognition of a friendship which I must always count among the highest honours of my life— y que deploró su deceso en muchas estrofas. Hombre de palabras y hazañas, bien pudo Burton asumir el alarde del Divánde Almotanabí:

El caballo, el desierto, la noche me conocen,

El huésped y la espada, el papel y la pluma.

Se advertirá que desde el antropófago amateurhasta el polígloto durmiente, no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado alguna vez que la distinción radical entre la poesía y la prosa está en la muy diversa expectativa de quien las lee: la primera presupone una intensidad que no se tolera en la última. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene un prestigio previo con el que no ha logrado competir ningún arabista. Las atracciones de lo prohibido le corresponden. Se trata de una sola edición, limitada a mil ejemplares para mil suscritores del Burton Club, y que hay el compromiso judicial de no repetir. (La reedición de Leonard C. Smithers "omite determinados pasajes de un gusto pésimo, cuya eliminación no será lamentada por nadie"; la selección representativa de Bennett Cerf —que simula ser integral— procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hipérbole: recorrer las 1001 Noches en la traslación de Sir Richard no es menos increíble que recorrerlas "vertidas literalmente del árabe y comentadas" por Simbad el Marino.

Los problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista; diferir ostensiblemente de Lane; interesar a caballeros británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran en las Noches; Lane (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de FitzGerald... La solución "prosaica" del rival no dejó de indignarlo, y optó por un traslado en versos ingleses —procedimiento de antemano infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica. No es imposible que esta cuarteta sea de las mejores que armó:

A night whose stars refused to run their course,

A night of those which never seem outworn:

Like Resurrection-day, of longsome length

To him that watched and waited for the morn. [21]

Es muy posible que la peor no sea ésta:

A sun on wand in knoll of sand she showed,

Clad in her cramoisy-hued chemisette:

Of her lips' honey-dew she gave me drink

And with her rosy cheeks quencht fire she set.

He mencionado la diferencia fundamental entre el primitivo auditorio de los relatos y el club de suscritores de Burton. Aquellos eran pícaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota; éstos eran señores del West End, aptos para el desdén y la erudición y no para el espanto o la risotada. Aquéllos apreciaban que la ballena muriera al escuchar el grito del hombre; éstos, que hubiera hombres que dieran crédito a una capacidad mortal de ese grito. Los prodigios del texto —sin duda suficientes en el Kordofán o en Bulak, donde los proponían como verdades— corrían el albur de parecer muy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la verdad que sea verosímil o inmediatamente ingeniosa: pocos lectores de la Vida y Correspondencia de Carlos Marx reclaman indignados la simetría de lasContrerimes de Toulet o la severa precisión de un acróstico.) Para que los suscritores no se le fueran, Burton abundó en notas explicativas "de las costumbres de los hombres islámicos". Cabe afirmar que Lane había preocupado el terreno. Indumentaria, régimen cotidiano, prácticas religiosas, arquitectura, referencias históricas o alcoránicas, juegos, artes, mitología —eso ya estaba elucidado en los tres volúmenes del incómodo precursor. Faltaba, previsiblemente, la erótica. Burton (cuyo primer ensayo estilístico había sido un informe harto personal sobre los prostíbulos de Bengala) era desaforadamente capaz de tal adición. De las delectaciones morosas en que paró, es buen ejemplo cierta nota arbitraria del tomo séptimo, graciosamente titulada en el índice capotes mélancoliques. LaEdinburgh Review lo acusó de escribir para el albañal; la Enciclopedia Británica resolvió que una traslación integral era inadmisible, y que la de Edward Lane "seguía insuperada para un empleo realmente serio". No nos indigne demasiado esa oscura teoría de la superioridad científica y documental de la expurgación: Burton cortejaba esas cóleras. Por lo demás, las muy poco variadas variaciones del amor físico no agotan la atención de su comentario. Éste es enciclopédico y montonero, y su interés está en razón inversa de su necesidad. Así el volumen 6 (que tengo a la vista) incluye unas trescientas notas, de las que cabe destacar las siguientes: una condenación de las cárceles y una defensa de los castigos corporales y de las multas; unos ejemplos del respeto islámico por el pan; una leyenda sobre la capilaridad de las piernas de la reina Belkís; una declaración de los cuatro colores emblemáticos de la muerte; una teoría y práctica oriental de la ingratitud; el informe de que el pelaje overo es el que prefieren los ángeles, así como los genios el doradillo; un resumen de la mitología de la secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; una denuncia de la superficialidad de Andrew Lang; una diatriba contra el régimen democrático; un censo de los nombres de Mohámed, en la Tierra, en el Fuego y en el Jardín; una mención del pueblo amalecita, de largos años y de larga estatura; una noticia de las partes pudendas del musulmán, que en el varón abarcan del ombligo hasta la rodilla, y en la mujer de pies a cabeza; una ponderación del asa'o del gaucho argentino; un aviso de las molestias de la "equitación" cuando también la cabalgadura es humana; un grandioso proyecto de encastar monos cinocéfalos con mujeres y derivar así una subraza de buenos proletarios. A los cincuenta años, el hombre ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y copiosas anécdotas; Burton las descargó en sus notas. Queda el problema fundamental. ¿Cómo divertir a los caballeros del siglo diecinueve con las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza estilística de las Noches. Burton, alguna vez, habla del "tono seco y comercial" de los prosistas árabes, en contraposición al exceso retórico de los persas; Littmann, el novísimo traductor, se acusa de haber interpolado palabras como preguntó, pidió, contestó, en cinco mil páginas que ignoran otra fórmula que dijo —invocada invariablemente. Burton prodiga con amor las sustituciones de ese orden. Su vocabulario no es menos dispar que sus notas. El arcaísmo convive con el argot, la jerga carcelaria o marinera con el término técnico. No se abochorna de la gloriosa hibridación del inglés: ni el repertorio escandinavo de Morris ni el latino de Johnson tienen su beneplácito, sino el contacto y la repercusión de los dos. El neologismo y los extranjerismos abundan: castrato, inconséquence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourrée, pundonor, vendetta, Wazir. Cada una de esas palabras debe ser justa, pero su intercalación importa un falseo. Un buen falseo, ya que esas travesuras verbales —y otras sintácticas— distraen el curso a veces abrumador de lasNoches. Burton las administra: al comienzo traduce gravemente Sulayman, Son of David (on the twain he peace!); luego —cuando nos es familiar esa majestad— lo rebaja a Salomón Davidson, Hace de un rey que para los demás traductores es "rey de Samarcanda en Persia", a King of Samarcand in Barbarian-land; de un comprador que para los demás es "colérico", a man of wrath. Ello no es todo: Burton reescribe íntegramente —con adición de pormenores circunstanciales y rasgos fisiológicos— la historia liminar y el final. Inaugura así, hacia 1885, un procedimiento cuya perfección (o cuyareductio ad absurdum) consideraremos luego en Mardrus. Siempre un inglés es más intemporal que un francés: el heterogéneo estilo de Burton se ha anticuado menos que el de Mardrus, que es de fecha notoria.

2. EL DOCTOR MARDRUS

Destino paradójico el de Mardrus. Se le adjudica la virtud moral de ser el traductor más veraz de las 1001Noches, libro de admirable lascivia, antes escamoteada a los compradores por la buena educación de Galland o los remilgos puritanos de Lane. Se venera su genial literalidad, muy demostrada por el inapelable subtítuloVersión literal y completa del texto árabe y por la inspiración de escribir Libro de las mil noches y una noche. La historia de ese nombre es edificante; podemos recordarla antes de revisar a Mardrus.

Las Praderas de oro y minas de piedras preciosasdel Masudí describen una recopilación titulada Hezár Afsane, palabras persas cuyo recto valor es Mil aventuras, pero que la gente apoda Mil noches. Otro documento del siglo diez, el Fihrist, narra la historia liminar de la serie: el juramento desolado del rey que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad que lo distrae con maravillosas historias, hasta que encima de los dos, han rodado mil noches y ella le muestra su hijo. Esa invención —tan superior a las venideras y análogas de la piadosa cabalgata de Chaucer o la epidemia de Giovanni Boccacio— dicen que es posterior al título, y que se urdió con el fin de justificarlo... Sea lo que fuere, la primitiva cifra de 1000 pronto ascendió a 1001. ¿Cómo surgió esa noche adicional que ya es imprescindible, esa maquette de la irrisión de Quevedo —y luego de Voltaire— contra Pico de la Mirándola:Libro de todas las cosas y otras muchas más?Littmann sugiere una contaminación de la frase turcabin bir, cuyo sentido literal es mil y uno y cuyo empleo es muchos. Lane, a principios de 1840, adujo una razón más hermosa: el mágico temor de las cifras pares. Lo cierto es que las aventuras del título no pararon ahí. Antoine Galland, desde 1704, eliminó la repetición del original y tradujo Mil y una noches: nombre que ahora es familiar en todas las naciones de Europa, salvo Inglaterra, que prefiere el de Noches árabes. En 1839 el editor de la impresión de Calcuta. W. H. Macnaghten, tuvo el singular escrúpulo de traducir Quitab alif laila ua laila por Libro de las mil noches y una noche. Esa renovación por deletreo no pasó inadvertida. John Payne, desde 1882, comenzó a publicar su Book of the thousand nights and one night; el capitán Burton, desde 1885, su Book of the thousand nights and a night; J. C. Mardrus, desde 1899, su Livre des mille nuits et une nuit.

Busco el pasaje que me hizo definitivamente dudar de la veracidad de este último. Pertenece a la historia doctrinal de la Ciudad de Latón, que abarca en todas las versiones el fin de la noche 566 y parte de la 578, pero que el doctor Mardrus ha remitido (el Ángel de su Guarda sabrá la causa) a las noches 338-346. No insisto; esa reforma inconcebible de un calendario ideal no debe agotar nuestro espanto. Refiere Shahrazad-Mardrus: El agua seguía cuatro canales trazados en el piso de la sala con desvíos encantadores, y cada canal tenía un lecho de color especial: el primer canal tenía un lecho de pórfido rosado; el segundo, de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el cuarto, de turquesas; de modo que el agua se teñía según el lecho, y herida por la atenuada luz que filtraban las sederías en la altura, proyectaba sobre los objetos ambientes y los muros de mármol una dulzura de paisaje marino.

Corno ensayo de prosa visual a la manera delRetrato de Dorian Grey, acepto (y aun venero) esa descripción; come versión "literal y completa" de un pasaje compuesto en el siglo trece, repito que me alarma infinitamente. Las razones son múltiples. Una Shahrazad sin Mardrus describe por enumeración de las partes, no por mutuas reacciones, y no alega detalles circunstanciales como el del agua que trasluce el color de su lecho, y no define la calidad de la luz filtrada por la seda, y no alude al Salón de Acuarelistas en la imagen final. Otra pequeña grieta: desvíos encantadores no es árabe, es notoriamente francés. Ignoro si las anteriores razones pueden satisfacer; a mí no me bastaron, y tuve el indolente agrado de compulsar las tres versiones alemanas de Weil, de Henning y de Littmann, y las dos inglesas de Lane y de Sir Richard Burton. En ellas comprobé que el original de las diez líneas de Mardrus era éste: Las cuatro acequias desembocaban en una pila, que era de mármol de diversos colores.

Las interpolaciones de Mardrus no son uniformes. Alguna vez son descaradamente anacrónicas —como si de golpe discutiera la retirada de la misión Marchand. Por ejemplo: Dominaban una ciudad de ensueño... Hasta donde abarcaba la vista fija en los horizontes ahogados en la noche, cúpulas de palacios, terrazas de casas, serenos jardines, se escalonaban en aquel recinto de bronce, y canales iluminados por el astro se paseaban en mil circuitos claros a la sombra de los macizos, mientras que allá en el fondo, un mar de metal contenía en su frío seno los fuegos del cielo reflejado. O ésta, cuyo galicismo no es menos público: El magnífico tapiz de colores gloriosos, de diestra lana, abría sus flores sin olor en un prado sin savia, y vivía toda la vida artificial de sus florestas llenas de pájaros y animales, sorprendidos en su exacta belleza natural y sus líneas precisas. (Ahí las ediciones árabes rezan: A los lados había tapices, con variedad de pájaros y de fieras, recamados en oro rojo y en plata blanca, pero con los ojos de perlas y de rubíes. Quien los miró, no dejó de maravillarse.)

Mardrus no deja nunca de maravillarse de la pobreza de "color oriental" de las 1001 Noches. Con una persistencia no indigna de Cecil B. de Mille, prodiga los visires, los besos, las palmeras y las lunas. Le ocurre leer, en la noche 570: Arribaron a una columna de piedra negra, en la que un hombre estaba enterrado hasta las axilas. Tenía dos enormes alas y cuatro brazos: dos de los cuales eran como los brazos de los hijos de Adán y dos como las patas de los leones, con las uñas de hierro. El pelo de su cabeza era semejante a las colas de los caballos y los ojos eran como ascuas y tenía en la frente un tercer ojo que era como el ojo del lince. Traduce lujosamente: Un atardecer, la caravana llegó ante una columna de piedra negra, a la que estaba encadenado un ser extraño del que no se veía sobresalir mas que medio cuerpo, ya que el otro medio estaba enterrado en el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra, parecía algún engendro monstruoso clavado ahí por la fuerza de las potencias infernales. Era negro y del tamaño del tronco de una vieja palmera decaída, despojada de sus palmas. Tenía dos enormes alas negras y cuatro manos de las cuales dos eran semejantes a las patas uñosas de los leones. Una erizada cabellera de crines ásperas como cola de onagro se movía salvajemente sobre su cráneo espantoso. Bajó los arcos orbitales llameaban dos pupilas rojas, en tanto que la frente de dobles cuernos estaba taladrada por un ojo único, que se abría inmóvil y fijo, lanzando resplandores verdes como la mirada de los tigres y las panteras.

Algo más tarde escribe: El bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y todo el mar, así como las sombras proyectadas hacia Occidente, se casaban bajo la brisa nocturna y la luna mágica. Mágica, para un hombre del siglo trece, debe haber sido una calificación muy precisa, no el mero epíteto mundano del galante doctor... Yo sospecho que el árabe no es capaz de una versión "literal y completa" del párrafo de Mardrus, así como tampoco lo es el latín, o el castellano de Miguel de Cervantes.

En dos procedimientos abunda el libro de las 1001 Noches: uno, puramente formal, la prosa rimada; otro, las predicaciones morales. El primero, conservado por Burton y por Littmann, corresponde a las animaciones del narrador: personas agraciadas, palacios, jardines, operaciones mágicas, menciones de la Divinidad, puestas de sol, batallas, auroras, principios y finales de cuentos. Mardrus, quizá misericordiosamente, lo omite. El segundo requiere dos facultades: la de combinar con majestad palabras abstractas y la de proponer sin bochorno un lugar común. De las dos carece Mardrus. De aquel versículo que Lane memorablemente tradujo:And in this palace is the last information respecting lords collected in the dust, nuestro doctor apenas extrae:Pasaron, todos aquellos! Tuvieron apenas tiempo de reposar a la sombra de mis torres. La confesión del ángel: Estoy aprisionado por el Poder, confinado por el Esplendor, y castigado mientras el Eterno lo mande, de quien son la Fuerza y la Gloria, es para el lector de Mardrus: Aquí estoy encadenado por la Fuerza Invisible hasta la extinción de los siglos.

Tampoco la hechicería tiene en Mardrus un coadjutor de buena voluntad. Es incapaz de mencionar lo sobrenatural sin alguna sonrisa. Finge traducir, por ejemplo: Un día que el califa Abdelmélik, oyendo hablar de ciertas vasijas de cobre antiguo, cuyo contenido era una extraña humareda negra de forma diabólica, se maravillaba en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos tan notorios, hubo de intervenir el viajero Tálib ben-Sahl. En ese párrafo (que pertenece, como los demás que alegué, a la Historia de la Ciudad de Latón, que es de imponente Bronce en Mardrus) el candor voluntario de tan notorios y la duda más bien inverosímil del califa Abdelmélik, son dos obsequios personales del traductor.

Continuamente, Mardrus quiere completar el trabajo que los lánguidos árabes anónimos descuidaron. Añade paisajes art-nouveau, buenas obscenidades, breves interludios cómicos, rasgos circunstanciales, simetrías, mucho orientalismo visual. Un ejemplo de tantos: en la noche 573, el gualí Muza Bennuseir ordena a sus herreros y carpinteros la construcción de una escalera muy fuerte de madera y de hierro. Mardrus (en su noche 344) reforma ese episodio insípido, agregando que los hombres del campamento buscaron ramas secas, las mondaron con los alfanjes y los cuchillos, y las ataron con los turbantes, los cinturones, las cuerdas de los camellos, las cinchas y las guarniciones de cuero, hasta construir una escalera muy alta que arrimaron a la pared, sosteniéndola con piedras por todos lados... En general, cabe decir que Mardrus no traduce las palabras sino las representaciones del libro: libertad negada a los traductores, pero tolerada en los dibujantes —a quienes les permiten la adición de rasgos de ese orden... Ignoro si esas diversiones sonrientes son las que infunden a la obra ese aire tan feliz, ese aire de patraña personal, no de tarea de mover diccionarios. Sólo me consta que la "traducción" de Mardrus es la más legible de todas —después de la incomparable de Burton, que tampoco es veraz. (En ésta, la falsificación es de otro orden. Reside en el empleo gigantesco de un inglés charro, cargado de arcaísmos y barbarismos.)

*

Deploraría (no por Mardrus, por mí) que en las comprobaciones anteriores se leyera un propósito policial. Mardrus es el único arabista de cuya gloria se encargaron los literatos, con tan desaforado éxito que ya los mismos arabistas saben quien es. André Gide fue de los primeros en elogiarlo, en agosto de 1899; no pienso que Cancela y Capdevila serán los últimos. Mi fin no es demoler esa admiración, es documentarla. Celebrar la fidelidad de Mardrus es omitir el alma de Mardrus, es no aludir siquiera a Mardrus. Su infidelidad, su infidelidad creadora y feliz, es lo que nos debe importar.

3. ENNO LITTMANN

Patria de una famosa edición árabe de las 1001 Noches, Alemania se puede (vana) gloriar de cuatro versiones: la del "bibliotecario aunque israelita" Gustavo Weil —la adversativa está en las páginas catalanas de cierta Enciclopedia—; la de Max Henning, traductor del Curán; la del hombre de letras Félix Paul Greve; la de Enno Littmann, descifrador de las inscripciones etiópicas de la fortaleza de Axum. Los cuatro volúmenes de la primera (1839-1842) son los más agradables, ya que su autor —desterrado del África y del Asia por la disentería— cuida de mantener o de suplir el estilo oriental. Sus interpolaciones me merecen todo respeto. A unos intrusos en una reunión les hace decir: No queremos parecernos a la mañana, que dispersa las fiestas. De un generoso rey asegura: El fuego que arde para sus huéspedes trae a la memoria el Infierno y el rocío de su mano benigna es como el Diluvio; de otro nos dice que sus manos eran tan liberales como el mar. Esas buenas apocrifidades no son indignas de Burton o Mardrus, y el traductor las destinó a las partes en verso —donde su bella animación puede ser un Ersatz o sucedáneo de las rimas originales. En lo que se refiere a la prosa, entiendo que la tradujo tal cual, con ciertas omisiones justificadas, equidistantes de la hipocresía y del impudor. Burton elogia su trabajo— "todo lo fiel que puede ser una traslación de índole popular". No en vano era judío el doctor Weil "aunque bibliotecario"; en su lenguaje creo percibir algún sabor de las Escrituras.

La segunda versión (1895-1897) prescinde de los encantos de la puntualidad, pero también de los del estilo. Hablo de la suministrada por Henning, arabista de Leipzig, a la Universalbibliothek de Philipp Reclam. Se trata de una versión expurgada, aunque la casa editorial diga lo contrario. El estilo es insípido, tesonero. Su más indiscutible virtud debe ser la extensión. Las ediciones de Bulak y de Breslau están representadas, amén de los manuscritos de Zotenberg y de las Noches Suplementales de Burton. Henning traductor de Sir Richard es literariamente superior a Henning traductor del árabe, lo cual es una mera confirmación de la primacía de Sir Richard sobre los árabes

En el prefacio y en la terminación de la obra abundan las alabanzas de Burton —casi desautorizadas por el informe de que éste manejó "el lenguaje de Chaucer, equivalente al árabe medieval". La indicación de Chaucer como una de las fuentes del vocabulario de Burton hubiera sido más razonable. (Otra es el Rabelaisde Sir Thomas Urquhart.)

La tercer versión, la de Greve, deriva de la inglesa de Burton y la repite, con exclusión de las enciclopédicas notas. La publicó antes de la guerra el Insel-Verlag.

La cuarta (1923-1928) viene a suplantar la anterior. Abarca seis volúmenes como aquélla, y la firma Enno Littmann: descifrador de los monumentos de Axum, enumerador de los 283 manuscritos etiópicos que hay en Jerusalén, colaborador de la Zeitschrift für Assyriologie. Sin las demoras complacientes de Burton, su traducción es de una franqueza total. No lo retraen las obscenidades más inefables: las vierte a su tranquilo alemán, alguna rara vez al latín. No omite una palabra, ni siquiera las que registran —1000 veces— el pasaje de cada noche a la subsiguiente. Desatiende o rehúsa el color local; ha sido menester una indicación de los editores para que conserve el nombre de Alá, y no lo sustituya por Dios. A semejanza de Burton y de John Payne, traduce en verso occidental el verso árabe. Anota ingenuamente que si después de la advertencia ritual "Fulano pronunció estos versos" viniera un párrafo de prosa alemana, sus lectores quedarían desconcertados. Suministra las notas necesarias para la buena inteligencia del texto: una veintena por volumen, todas lacónicas. Es siempre lúcido, legible, mediocre. Sigue (nos dicen) la respiración misma del árabe. Si no hay error en la Enciclopedia Británica, su traducción es la mejor de cuantas circulan. Oigo que los arabistas están de acuerdo; nada importa que un mero literato —y ése, de la República meramente Argentina— prefiera disentir.

Mi razón es esta: las versiones de Burton y de Mardrus, y aun la de Galland, sólo se dejan concebirdespués de una literatura. Cualesquiera sus lacras o sus méritos, esas obras características presuponen un rico proceso anterior. En algún modo, el casi inagotable proceso inglés está adumbrado en Burton —la dura obscenidad de John Donne, el gigantesco vocabulario de Shakespeare y de Cyril Tourneur, la afición arcaica de Swinburne, la crasa erudición de los tratadistas del mil seiscientos, la energía y la vaguedad, el amor de las tempestades y de la magia. En los risueños párrafos de Mardrus conviven Salammbó y Lafontaine, el Manequí de Mimbre y el ballet ruso. En Littmann, incapaz como Washington de mentir, no hay otra cosa que la probidad de Alemania. Es tan poco, es poquísimo. El comercio de las Noches y de Alemania debió producir algo más.

Ya en el terreno filosófico, ya en el de las novelas, Alemania posee una literatura fantástica —mejor dicho,sólo posee una literatura fantástica. Hay maravillas en las Noches que me gustaría ver repensadas en alemán. Al formular ese deseo, pienso en los deliberados prodigios del repertorio —los todopoderosos esclavos de una lámpara o de un anillo, la reina Lab que convierte a los musulmanes en pájaros, el barquero de cobre con talismanes y fórmulas en el pecho— y en aquellas más generales que proceden de su índole colectiva, de la necesidad de completar mil y una secciones. Agotadas las magias, los copistas debieron recurrir a noticias históricas o piadosas, cuya inclusión parece acreditar la buena fe del resto. En un mismo tomo conviven el rubí que sube hasta el cielo y la primera descripción de Sumatra, los rasgos de la corte de los Abbasidas y los ángeles de plata cuyo alimento es la justificación del Señor. Esa mezcla queda poética; digo lo mismo de ciertas repeticiones. ¿No es portentoso que en la noche 602 el rey Shahriar oiga de boca de la reina su propia historia? A imitación del marco general, un cuento suele contener otros cuentos, de extensión no menor: escenas dentro de la escena como en la tragedia de Hamlet, elevaciones a potencia del sueño. Un arduo y claro verso de Tennyson parece definirlos:

Laborious orient ivory, sphere in sphere.

Para mayor asombro, esas cabezas adventicias de la Hidra pueden ser más concretas que el cuerpo: Shahriar, fabuloso rey "de las Islas de la China y del Indostán" recibe nuevas de Tárik Benzeyad, gobernador de Tánger y vencedor en la batalla del Guadalete... Las antesalas se confunden con los espejos, la máscara está debajo del rostro, ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuáles sus ídolos. Y nada de eso importa; ese desorden es trivial y aceptable como las invenciones del entresueño.

El azar ha jugado a las simetrías, al contraste, a la digresión. ¿Qué no haría un hombre, un Kafka, que organizara y acentuara esos juegos, que los rehiciera según la deformación alemana, según la Unheimlichkeitde Alemania?

Adrogué, 1935.

Entre los libros compulsados, debo enumerar los que siguen:

Les Mille et une Nuits. contes árabes traduits par Galland. París, s. d.

The Thousand and One Nights commonly called The Arabian Nights' Entertainments A new translation from the Arabic, by E. W. Lane. London, 1839.

The Book of the Thousand Nights and a Night. A plain and literal translation by Richard F. Burton. London (?), n. d. Vols VI, VII, VIII.

The Arabian Nights. A complete (sic) and unabridged selection from the famous literal translation of R. F. Burton. New York, 1932.

Le Livre des Mille Nuits et Une Nuit. Traduction littérale et complete du texte árabe, par le Dr. J. C Mardrus. París, 1906.

Tausend und eme Nacht. Aus dem Arabischen übertragen von Max Henning. Leipzig, 1897.

Die Erzählungen aus den Tausendundein Nächten. Nach dem arabischen Urtext der Calcuttaer Ausgabe vom Jahre 1839 übertragen von Enno Littmann. Leipzig, 1928.