—En
la ventana del hotel brillaba esa luz diáfana que a veces y de un modo
fugaz anticipa, en diciembre, el mes de marzo. Sientes como yo la
presencia del mar: se extiende, penetra en todos los objetos, en los
follajes, en los troncos de los árboles de todos los jardines, en
nuestros rostros y en nuestras cabelleras. Esta sonoridad, esta frescura
que sólo hay en las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa
habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes algo más que el
aire y que el espectáculo diario de las plantas y del firmamento. Trajo
una mariposa amarilla con nervaduras anaranjadas y negras. La mariposa
se posó en la flor de un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a
la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me acerqué tratando de
no proyectar una sombra sobre ella: los lepidópteros temen las sombras.
Huyó de la sombra de mi mano para posarse en el marco del espejo. Me
acerqué de nuevo y pude apresar sus alas entre mis dedos delicados.
Pensé: "Tendría que soltarla. No es una flor, no puedo colocarla en un
florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla entre las hojas de un
libro, como un pensamiento". Pensé: "No es un pájaro, no puedo
encerrarla en una jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito
enlozado, con alpiste".
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Lilith, de Marcel Schwob
Pienso que la amó tanto cuanto se puede amar a una mujer en este mundo; pero su historia fue más triste que ninguna. Él había estudiado durante mucho tiempo a Dante y a Petrarca; las formas de Beatriz y de Laura flotaban ante sus ojos y los divinos versos en los que resplandece el nombre de Francisca de Rímini cantaban en sus oídos.
En
el primer ardor de su juventud había amado apasionadamente a las
vírgenes atormentadas de Correggio, cuyos cuerpos voluptuosamente
prendados de cielo tienen ojos que desean, bocas que palpitan y llaman
dolorosamente al amor. Más tarde, admiró el pálido esplendor humano de
las figuras de Rafael, su sonrisa apacible y su gozo virginal. Pero
cuando fue él mismo, eligió por maestro, como Dante, a Brunetto Latini, y
vivió en su siglo en el que los rostros rígidos tienen la
extraordinaria beatitud de los paraísos misteriosos.
Veneno, de Katherine Mansfield
El correo
estaba atrasado. Cuando regresamos de nuestro paseo después del almuerzo
aún no había llegado.
-Pas encore, Madame -dijo Annette mientras acudía corriendo a sus tareas
en la cocina.
Llevamos los paquetes al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre la imagen de una mesa puesta para dos -solamente para dos personas-, y aún puesta, tan perfecta que no había espacio posible para un tercero; daba una rara sensación, a la vez fugaz, como si me hubiese impactado la luz plateada que reverberaba sobre el mantel blanco, los cristales, la sombra del bowl con fresias.
-¡Echa al cartero! No me importa lo que le haya pasado -dijo Beatrice- Deja esas cosas, querido.
-¿Dónde te gustaría? -alzó la cabeza; sonrió dulce y burlona.
-En cualquier lugar, tonto.
Llevamos los paquetes al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre la imagen de una mesa puesta para dos -solamente para dos personas-, y aún puesta, tan perfecta que no había espacio posible para un tercero; daba una rara sensación, a la vez fugaz, como si me hubiese impactado la luz plateada que reverberaba sobre el mantel blanco, los cristales, la sombra del bowl con fresias.
-¡Echa al cartero! No me importa lo que le haya pasado -dijo Beatrice- Deja esas cosas, querido.
-¿Dónde te gustaría? -alzó la cabeza; sonrió dulce y burlona.
-En cualquier lugar, tonto.
Notas de una cucaracha respetable, de Patricia Highsmith
Me he mudado. Solía vivir en el hotel Duke, que se encuentra en una esquina de la
plaza de Washington. Mi familia ha vivido allí durante generaciones, y
con ello quiero decir doscientas o trescientas generaciones, por lo
menos. Pero ese hotel ha dejado de gustarme. No es lugar para mí. El
hotel ha ido muy a menos. Oí a mi tatara-tatara-tatara abuela —y pueden
ascender cuanto quieran en el árbol genealógico, a pesar de que yo la
conocí y hablé con ella— hablar de los viejos tiempos, los buenos
tiempos, en que la gente llegaba al hotel en carruajes tirados por
caballos, con maletas que olían a cuero, y que era gente que desayunaba
en la cama, y dejaba caer en la alfombra algunas migajas para nosotras.
No lo hacían adrede, desde luego, ya que nosotras sabíamos guardar
distancias y mantenernos en nuestro sitio. Nuestro sitio era los
rincones de los cuartos de baño y la cocina. Ahora, podemos pasearnos
por las alfombras con relativa impunidad, debido a que los clientes del
hotel Duke van tan drogados que ni siquiera nos ven, o bien carecen, por
culpa de la droga, de las energías precisas para aplastarnos con el
pie, o bien se limitan a reírse cuando nos ven.
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