Borges y Arlt: las paralelas que se tocan, por Fernando Sorrentino

1. Borges y Arlt: vidas paralelas
Con harta frecuencia se han trazado paralelismos y efectuado comparaciones entre los denominados grupos de Florida y de Boedo, que surgieron en Buenos Aires allá por la década de 1920: inclinado, según dicen los que saben, a lo "estetizante" el primero; a lo "social", el segundo. (A mí me cuesta aceptar la incompatibilidad de las categorías —si fueran tal cosa— de "estetizante" y "social": creo que nadie puede ser "absolutamente" estetizante ni "absolutamente" social; creo —por ejemplo— que nada impide que un libro esté muy bien encuadernado y que, al mismo tiempo, sea aburrido.)

El indigno, por Jorge Luis Borges

La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a determinada altura de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el dueño, había fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello.

Dos imágenes en un estanque, por Giovanni Papini


¿Sólo para volver a ver mi rostro en un estanque muerto, lleno de hojas muertas, en un jardín estéril, me detuve, después de tanto tiempo, en la pequeña capital? Cuando llegué allí no pensaba tener otra razón que ésta.
Volviendo del mar y de las grandes ciudades de la costa, sentía el deseo de las tierras escondidas, de las calles estrechas, de los muros silenciosos y un poco ennegrecidos por las lluvias. Sabía que encontraría todo eso en la pequeña capital, donde, durante cinco años, había estudiado las ciencias más germánicas y más fantásticas.

Para escribir una monografía, por Andrea Ostrov y Ezequiel de Rosso

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Una monografía es un texto argumentativo que desarrolla una hipótesis en una extensión acotada y que se escribe para ser evaluado por una unidad académica. La monografía implica un proceso de elaboración, producción y escritura que se puede dividir en las siguientes etapas:

1.     Definición del corpus.
Para escribir una monografía es necesario definir un corpus. Este está conformado por el material textual sobre el cual se va a trabajar. Todo corpus debe responder a algún criterio de organización: por ejemplo, un límite temporal (la literatura producida de tal año a tal año, o en tal década) o el género (la novela chilena contemporánea) o un tema (novela de la revolución mexicana). Esto es importante para que el corpus conforme un conjunto, un sistema, y no una sumatoria de textos elegidos al azar. En el caso de nuestra materia, el corpus ya está definido a partir del eje teórico-problemático que estructura el programa.

Boedo y Florida, por Alvaro Yunke


Alrededor del año 1925, la juventud literaria de Buenos Aires se halló dividida en dos bandos inquietos, combativos, hostiles: Boedo y Florida.
El principal órgano de Boedo era la revista - que más tarde cambio su nombre por el de "Claridad", definitivo - llamada "Los Pensadores". La dirigía Antonio Zamora. ¡ Cuánta juventud tienen aquellos leves y agresivos números de "Los Pensadores"! La vida generosa y fuerte está en ellos a pesar de toda su injusticia, entrando a puñetazos con lo establecido, social y literariamente. Elías Castelnuovo, Roberto Mariani, Leonidas Barletta, Nicolás Olivari, Gustavo Riccio, Juan Guijarro, Alvaro Yunque...; constituyeron el primitivo grupo, al que se agregaron otros más jóvenes. También se editó allá, en la "covacha" de Boedo, "Dínamo" y "Extrema izquierda", y algunos muchachos de Boedo colaboraron en Acción de Arte", "Campana de Palo", en el "Suplemento de La Protesta" y en el "Suplemento de La Vanguardia". Como se ve, allí había anarquistas, comunistas, socialistas y, a veces, sólo liberales sonrosados. El grupo no tenía orientación ideológica, ni estética. Este grupo fue el que, con Octavio Pallazolo de director artístico, y los pintores Fascio Hebecquer y Abraham Vigo como decoradores, inició, bajo el rubro de "Teatro Libre", y por primera vez en Buenos Aires, la constitución de un teatro independiente.
Los de Florida, animados por el poeta Evar Méndez, editaban "Martín Fierro"; también eran colaboradores de "La Nación" y "La Prensa" y fueron de ese grupo los que publicaron "Inicial" y "Proa" y alborotaron los sótanos del viejo Royal Keller con la tumultuosa Revista Oral.

El sátiro sordo, por Ruben Darío


Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: "Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta". El sátiro se divertía.

Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir al sacro monte y sorprender al dios crinado. Éste le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.

Oliverio Girondo hoy, por Roberto Retamoso



COBAYO
lívido engendro digo de puna
que enquena el aire
y en uniqueja isola su yo cotudo de
ámbito telúrico
(Oliverio Girondo: «En la masmédula»)
Querríamos comenzar esta nota preguntando(nos) si hay, en estos días finiseculares, una especie de «moda» Girondo. Si la hay, parecería mérito del cine, y no de la literatura, el haberla impuesto.

Estas presunciones no tienen, ni pretenden tener, otro basamento empírico que unos pocos comentarios recogidos casi al azar entre algunas personas conocidas, pero que sirven para insinuar, al menos, que la película de Subiela obró como catalizador de ciertos intereses difusos y dispersos orientados hacia el nombre -y quizás la obra- de Oliverio Girondo.

En tal sentido, no deja de ser paradójico que, a más de veinte años de su muerte, sea un lenguaje (un discurso) exterior a su obra el que promueve cierta «popularización» de su figura, pero junto con ello deberíamos decir además que no deja de ser inevitable: para estos días que corren, de auge y de inflación de los lenguajes audiovisuales, sería sumamente difícil, por no decir imposible, que la obra de ningún poeta -ni siquiera del mismísimo Girondo- pudiera lograr, por sí misma, la difusión que producen esos modernísimos lenguajes.

Un señor muy viejo con alas enormes, por Gabriel García Márquez


Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

El drama del desencantado, por Gabriel García Márquez

"...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida."

Semblanza de un genio rioplantense, por Juan Carlos Onetti

Quiero aclarar desde el principio que estas páginas se escriben, misteriosamente, porque el editor y el autor estuvieron de acuerdo respecto a su tono. Yo no podría prologar esta novela de ArIt haciendo juicios literarios, sino sociológicos; tampoco podría caer en sentimentalismos fáciles sobre, por ejemplo, el gran escritor prematuramente desaparecido. No podría hacerlo por gustos e incapacidades personales; pero, sobre todo, imagino y sé la gran carcajada que le provocaria a Roberto ArIt cualquier cosa de ese tipo. Oigo su risa desfachatada, repetida en los últimos años por culpa de exégetas y neodescubridores.
Por ese motivo no releí a Roberto ArIt, auncio que esta precaución es excesiva porque lo conozco de memoria, tantos persistentes años pasados. Tampoco quise mirar lo que se publicó sobre él y tengo en mi biblioteca. Supuse más adecuado un encuentro cara a cara, sin mentir ni tolerarle trampas. Creo que es una forma indudable de la amistad, si es que Roberto Arlt tuvo jamás un amigo. Estaba en otra cosa. En consecuencia, quiero pedir perdón por fechas equivocas, por anécdotas ignoradas, tal vez ya contadas.
En aquel tiempo, allá por el 34, yo padecía en Montevideo una soltería o viudez en parte involuntaria. Había vuelto de mi primera excursión a Buenos Aires fracasado y pobre. Pero esto no importaba en exceso porque yo tenía veinticinco años, era austero y casto por pacto de amor, y sobre todo, porque estaba escribiendo una novela “genial” que bauticé Tiempo de abrazar y que nunca llegó a publicarse, tal vez por mala, acaso, simplemente, porque la perdi en alguna mudanza.

Roberto Arlt, un cronista infatigable de la ciudad, por Roberto Retamoso

A setenta años de la aparición de las Aguafuertes Porteñas, los textos periodísticos de Roberto Arlt aún constituyen un territorio marginal y supuestamente “menor” en las consideraciones críticas de su obra. Ello se debe a que, por lo general, no fueron vistos como textos literarios en sentido estricto, porque su género, sus asuntos, su formato y el medio en que se publicaban podían ser desconcertantes para lecturas muy atenidas a categorías literarias retóricamente muy consolidadas: las Aguafuertes… eran la materia de una columna que Arlt sostuvo en el diario El Mundo durante catorce años, desde 1928 hasta el momento mismo de su muerte, en 1942. Dicha columna, cuyo título sufrió diversas modificaciones a lo largo del tiempo, consistía en un registro descarnado e irónico de una serie de tópicos, personajes, situaciones e historias que dibujan una suerte de friso donde pueden reconocerse múltiples aspectos de la cultura urbana de la época.
El hecho de que esos textos hubieran sido por lo general soslayados por la crítica, tal vez se haya debido a que, para los supuestos y los valores con que tradicionalmente operaba la crítica, las Aguafuertes… parecían no formar parte de la obra arltiana. Tamaña suposición se sostenía solamente en una determinada manera de concebir dicha obra: esto es, en una manera que traza rígidas fronteras genéricas entre los textos, determinando qué es literario y qué no lo es, y circunscribiendo el alcance de la obra a aquellos textos que responden a las convenciones genéricas de lo que se considera literatura.

La factoría de Farjalla Bill Alí, de Roberto Arlt



Los que me conocían, al enterarse de que iba a trabajar en el criadero de gorilas de Farjalla Bill Alí se encogieron compasivamente de hombros.

Yo ya no tenía dónde elegir. Me habían expulsado de los más importantes comercios de Stanley.

En unas partes me acusaban de ratero y en otras de beodo. Mi último amo al tropezar conmigo en la entrada del mercado, dijo, comentando irónicamente mi determinación:

"No enderezarás la cola de un galgo aunque la dejes veinte años metida en un cañón de fusil."


La historia del camello que llora


Temas: racismo, relaciones parental, culturas, consumismo
 

Eleonora, de Edgar Allan Poe





 Sub conservatione formæ specifícæ salva anima.


Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche.

El cuervo, de Edgar Allan Poe en la voz de Alfredo Alkon


Cuentos de muerte y de sangre

Publicado en 1915, este trabajo recopila algunos de los artículos periodísticos de Guiraldes para la revista "Caras y Caretas". Algo similar ocurrirá con  Arlt y las célebres "Aguasfuertes porteñas" realizadas para el diario "El Mundo" casi veinte años después. 

Selección de textos:

Trenzador
De mala bebida
Facundo
Don Juan Manuel

Trenzador, de Ricardo Güiraldes

Núñez trenzó, como hizo música Bach; pintura, Goya; versos, el Dante.
Su organización de genio le encauzó en senda fija, y vivió con la única preocupación de su arte.
Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue atesorando un secreto que sus más instruidos profetas no han sabido aclarar.
Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego, otras: las enseñanzas de saber más complejo.

De mala bebida, de Ricardo Güiraldes

Santos era cochero en una estancia distante dos leguas de la nuestra.
Bajo y grueso, sus cincuenta y seis años de vida bondadosa y tranquila no acusaban más de cuarenta.
Contaba en su existencia con un episodio que tal vez marcara en ella la única página intensa, y le oí contar más de cien veces aquel momento trágico, que narraba a la menor insinuación, siempre con el mismo terror latente.
Servía entonces a don Venancio Gómez, individuo cruel y bruto, que repartía su tiempo entre orgías violentas en Buenos Aires y cortas visitas a su estancia, adonde sólo venía de tiempo en tiempo con objeto de apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento.

Don Juan Manuel, de Ricardo Güiraldes

Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.
Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.
Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.

Facundo, de Ricardo Güiraldes

Traspuestas las penurias del viaje, cayó al campamento una noche de invierno agudo.
Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente, ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época, encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.
Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.
Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre. Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.