Paolo Ucello: pintor, Marcel Schowb


Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos lo llamaron Uccelli, es decir, Pablo Pájaros, debido a la gran cantidad de figuras de pájaros y animales pintados que llenaban su casa; porque era muy pobre para alimentar animales o para conseguir aquellos que no conocía. Hasta se dice que en Padua pintó un fresco de los cuatro elementos en el cual dio como atributo del aire, la imagen del camaleón. Pero no había visto nunca ninguno, de modo que representó un camello panzón que tiene la trompa muy abierta. (Ahora bien; el camaleón, explica Vasari, es parecido a un pequeño lagarto seco, y el camello, en cambio, es un gran animal descoyuntado). Claro, a Uccello no le importaba nada la realidad de las cosas,

Los señores Burke y Hare, Marcel Schwob


El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores. El señor Burke parece haber otorgado a su obra la fantasía mágica de la verde isla en que nació. Su alma debió haberse impregnado de los relatos del folclor. Hay en lo que hizo algo como un lejano resabio de Las mil y una noches. Similar al califa errante a lo largo de los jardines nocturnos de Bagdad,

Ahogado, Guy de Maupassant



 
  I     Todos conocían en Fècamp la historia de la tía Patin. Era una mujer que no había sido feliz, ni mucho menos, con su marido; porque su marido la apaleaba lo mismo que se apalea el trigo en las granjas.
    Era patrón de una lancha de pesca, y se casó con ella, de esto hacía tiempo, porque era bonita, aunque pobre.
    Buen marinero, pero hombre violento, el tío Patin era cliente asiduo de la taberna del tío Aubán, en la que se echaba al cuerpo, los días en que no pasaba nada, cuatro o cinco copas, y los días en que se le había dado bien la pesca, ocho, diez o más, si se lo pedía el cuerpo, como él decía.
    Servía el aguardiente a los parroquianos la hija del tío Aubán, una morena de buen ver, que si atraía a la clientela era únicamente por su buen palmito, porque jamás había dado que hablar con su conducta.
    Cuando Patin entraba en la taberna, le producía satisfacción el verla, y le dirigía piropos corteses, frases moderadas de mozo formal. Después de la primera copa, ya la llamaba bonita; a la segunda, le guiñaba el ojo; a la tercera, se le declaraba: «Si usted quisiese, Deseada...», pero nunca acababa la frase; a la cuarta copa, intentaba sujetarla por la falda para darle un beso, y cuando llegaba a la décima, tenía que encargarse de seguir sirviéndole el mismo tío Aubán.

Vanidad de bonzai, por Raquel Garzón


Yo, frivolidad,
me crezco en lo pequeño.
Por mí no pasa el tiempo,
la distancia no me roza,
mi pecho es de coral.
Me bastan el agua y la sed,
para entender el libro de la vida.
El detalle es algo inmenso.

Franky y yo, por Raquel Garzón



No presumas ya de cicatrices,
que cada quién tiene su rosario de costuras
y para terror, querido monstruo,
sobran las nubes de gritos y anís,
que dibujan los vecinos
cuando ella amenaza con irse
y él la eclipsa en la enésima tunda:
Pan y prontuario ofrece el cine de su barrio.
No te quejes, Franky.
Tu miseria paga con literatura,
se esmera en celuloide
sin goteras ni escorpiones masticándose tu cama
y te ahorras ver
cómo muta el testigo en cómplice
con cada silencio.

Entrevista con el vampiro, por Raquel Garzón
































La bestia, corazón de estaca,no ayuna por piedad.
Huele a frío,
el viento se embolsa en las cortinas
y has aprendido a perder.
Muerde,
tiemblas,
rojo el cuello blanco,
y la delicia pasa de ti
como de Dakar, la nieve.

Víctor Hugo y el manifiesto romántico (1827), por Nebai Zavala

 

El Prólogo de Cromwell es el texto que define la posición de la dramaturgia a finales de la segunda mitad del siglo XIX en Francia, ante el conflicto que se venía dando entre neoclasicismo y romanticismo. Lo escribió Victor Hugo frente a la impotencia que sentía de vivir en carne propia la censura aplicada por un grupo de personas que acapararon el teatro de corte, apoyados en la aplicación de las reglas aristotélicas, en las tres unidades que Boileau[1]lustró para reflejo y deleite del Rey Sol (Luis XIV, s. XVII –XVIII). Los monopolizadores se consideraban a si mismos como  eminencias, autoridades en el teatro de la época.

Las salas de las cortes reales eran el escenario para presentar el teatro, ante la aristocracia y la alta burguesía. El teatro era el último resguardo de la aristocracia terrateniente, de ese sector de la sociedad que deseba intensamente el retorno del l’Ancien Régime (Antiguo Régimen) que reinó antes de la revolución de 1789.